Meses antes de las vacaciones definitivas de Carmen Alborch, su amigo José Morea inauguró su antológica «Siete Series Viajes y Vidas» en el Espai d’Art Contemporani El Castell (E CA) de Riba-roja de Túria. Aquella retrospectiva de mayo de 2018 mostraba la gran variedad de etapas y viajes del artista durante sus décadas iniciales de finales del siglo pasado. José Morea (Chiva, 1951) falleció la noche del martes.

Estaba enfermo de cáncer, pero ayer el mundo del arte valenciano recordaba sus largas risas con Carmen Alborch y sus muchos amigos en sus chalés de Chiva o Pedralba, con aquellos opíparos asados interminables. Similar a la fuerza que expresan sus figuras humanas en sus lienzos de gran tamaño.

Hace tan solo un año dialogó con la muerte -con el «bicho», decía con retintín-, en su última exposición en el cubo del MuVIM, en la calle frente a la puerta del museo. «Moreatón» se tituló aquella premonitoria exposición, donde el artista representó tres momias que más que dolor incitaban a esa obligada meditación previa de preparación para el último viaje. Una visión muy sarcástica de la muerte -«soy cáncer, pues hala, jódete»-, porque como también reconoció en esa inauguración: «soy muy autobiográfico y por eso es algo de momias y sexo».

Esa cáustica visión nómada siempre acompañó la producción de Morea. Una libertad creativa de la que siempre gozó desde que recibió en 1980 la Beca del Ministerio de Cultura para artistas jóvenes y después la Beca de la Casa Velázquez del Ayuntamiento de València.

En casa de Alberti

A principios de los ochenta el artista de Chiva se trasladó a Roma y pintaba en la gran terraza del antiguo estudio de Rafael Alberti en el Trastevere. Esa poética de sus pinceles recrearon personajes mitológicos romanos que configuran la serie ‘Italia’.

Figura clave en la renovación del lenguaje pictórico de finales del siglo pasado, sus figuras humanas de cotidianidad -un hombre escuchando música o un pinchadiscos fumador-, sus óleos de inspiración egipcia, sus series mitológicas y japonesa, o sus bodegones provocadores -como la rodaja de sandía con pechos-, recrean a un artista inquieto, con esa libertad que da la gran furia de vivir.

«Morea, por así decir, sigue esperando que su pintura se la destile de alguna manera su propia vida, como parece anhelar que su vida la determine esencialmente su propia pintura», escribía el crítico Vicente Jarque en el catálogo de la exposición ‘Animala Est’ de Chiva en 1997.

Expuso en València, Barcelona, Madrid, Mallorca, Portugal, Italia, Brasil o Chile. Pero su refugio siempre fue el estudio de Pedralba. Allá esperó su hora porque como dijo el día de su «Moreatón» en el MuVIM, «la muerte la tengo asumida, la he visto mucho».