Hace una hora que lo sé. El teléfono a veces es una emboscada. Sabía que estaba mal desde hace tiempo. Ahora, el teléfono dice que se ha muerto mi amigo José Morea, bueno, Pepe Morea para quienes lo conocían con esa familiaridad doméstica que nunca interponía nada entre él y medio mundo. Nos conocíamos desde hace más de cuarenta años. Llegó de Chiva, su pueblo, a Pedralba, y con Sole se metió en una granja para criar cerdos y gallinas y no sé qué más. A los dos les gustaba pintar y recuerdo su primera exposición en el pueblo: esos caballos que trotan en las orillas de un lago, o con un mar a lo lejos. Luego empezó a ensuciar la parte trasera de los calendarios. Manchas que parecían huesos de los que salen en las radiografías. Manchas grises, negras, no recuerdo si añadía otros colores, la memoria flojea cuando ha pasado tanto tiempo desde entonces. Sí que recuerdo que en la Asamblea Democrática hizo su exposición más solvente, ya sin caballos, ni lagos, ni mares al fondo de sus paisajes casi adolescentes. Ya había algunas figuras más o menos reconocibles, pero no crean ustedes que mucho. Todo lo que hacía era novedoso para nosotros, en aquellos años de la Transición, cuando nació musicalmente la Banda Democrática y lo que se anunciaba era un tiempo de ilusiones insobornables. Los sueños, que decía Robert Lowell, esos sueños que poco a poco se fueron quedando en el camino y ahora tienen otra pinta, no sé exactamente cuál, pero otra pinta.

Lo utilizaba todo para sus cuadros. Creo que lo llamaban Arte Pobre. La granja era un vivero riquísimo para sus materiales. Quien nos explicaba el arte de Morea era nuestro amigo Vicente García Cervera, que tenía en València la Galería Val i Trenta, y lo llevó a todas partes para que el artista creciera con una rapidez sorprendente. Un día estábamos montando una de sus exposiciones en una galería que había en la Plaza de Alfons el Magnànim, en València. Ya había muchos cuadros en las paredes. Yo estaba subido a una escalera de tijera, intentando equilibrar uno de esos cuadros. Entraron unos jóvenes y se quedaban mirando, como si fueran el jurado de alguna bienal importante o algo parecido. Cuando pasaron al lado de la escalera, escuché que uno de ellos decía: «la escalera no está mal, es lo mejor de toda la exposición». Una risa, el muy cabrón. En alguna ocasión, subía su hijo David al estudio y le pintaba algo al lienzo que estaba pintando, y el artista lo dejaba así, como si al final los cuadros de Morea fueran una obra colectiva. También Ana, su hija, se dedicaría un tiempo a seguir los pasos de su padre.

Hacía mucho que no nos veíamos. La vida también es saberse desde lejos y, más aún, en medio de este desasosiego que nos llena dolorosamente de incertidumbres y distancias. Tengo aquí delante las dos ediciones de mi primera novela, ‘De vampiros y otros asuntos amorosos’. Las dos son suyas, con algunos años de diferencia. La claridad luminosa de la primera contrasta con la oscuridad terrosa de la otra: así fue rodando Morea por unos itinerarios artísticos que muchas veces hacía difícil que siguiéramos con una cierta fluidez lo que se inventaba. La imaginación le llenaba la cabeza de imágenes, de cuerpos que a veces se redondeaban como masas hercúleas de barro, con columnas griegas y sedentarias figuras dolientemente entregadas a una contemplación de dimensiones infinitas. Ha sido uno de los grandes artistas que ha dado esta tierra nuestra, tan anclada a ratos en una dañina y rutinaria vocación de ningunear lo principal, sólo para levantarle estatuas a una mediocridad cultural que muchas veces te provoca sarpullidos.

Escribo estas líneas a mil por hora, sin orden ni concierto, sólo con la mirada puesta en lo que recuerdo de un tiempo en que ninguno de los dos sabíamos qué iba a depararnos el futuro, ni en el Arte o la Literatura ni en la vida. Tampoco sé si, tantos años después, hemos conseguido saber más de ese futuro que entonces se anunciaba con una lucidez quebradiza, como mucho de lo que empezamos a vivir aquellos años. «Haced mi retrato sin ruido, sólo el silencio», escribía Paul Eluard. Aquí va el mío, que ojalá sea la mitad de bueno que aquella escalera en que me subía, una lejana mañana de hace un siglo, para sujetar en la pared un cuadro de Pepe Morea. Ojalá fuera, este retrato apresurado, la mitad de bueno que aquella escalera. Ojalá.