El maestro Rafael de Paula dijo en una ocasión que la inspiración son “esas bolitas que caen del cielo y que tocan en la cabeza de los elegidos”. Y no todos los días caen esas bolitas ni tocan en la cabeza de los elegidos, pero anoche, solo por momentos, Duquende y Diego del Morao lo lograron en el Teatre Martín i Soler del Palau de Les Arts de València. Inspirarse para que surja el cante no es una apuesta comprensible en términos mundanos, pero cuando surge es aquello que hace que sean recordados los cantaores y tocaores. Por eso, escucharlos te hace creyente del sagrado misterio del flamenco.

Duquende, cantaor que más años acompañó a Paco de Lucía, es una persona silenciosa y atormentada, hermética y eremítica, pero anoche cantó con un gusto infalible y un haz de influencias que van desde Camarón de la Isla, quien lo descubrió cuando solo tenía ocho años y le invitó a tocar con él, hasta Enrique Morente, del que interpretó una de sus seguiriyas.

Su aparición en escena, con un sombrero de estilo fedora con la copa partida, calado hasta las cejas, un smoking granate y unos botines camperos de caña baja al más puro estilo Camarón, adornó una actuación seria y sin excesos en la que solo levantaba la mirada del suelo al final de cada tema. Porque cantar en él era hundirse en sí mismo para bucear en sus entrañas. La actuación tuvo su punto álgido con el tema Lo bueno y lo malo que escribió Ray Heredia, fundador de Ketama, y que él mismo popularizó junto a Tomatito. Una canción con un compás envolvente y emotivo que hizo dar lo mejor de sí mismo, con ese desgarro íntimo, que nace tan dentro de Duquende que parece que solo quiera a gustarse a sí mismo. Construir el flamenco causa un dolor interior irrevocable y casi irreparable en el cantaor de Sabadell por el desgarro auténtico que proyecta, de esos profundos que no se olvidan. Porque de pocos como de él se puede decir que producen ese quejío sincero de los grandes flamencos, ese latigazo profundo en los sentidos que estimulan los mejores artistas tras digerir su obra.

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Anoche, entre tarantas, bulerías, bulerías por soleá, tangos, seguiriyas y el solo inicial de Diego del Morao a caballo entre la taranta y la bulería, se saboreó a dos flamencos maduros. Las interpretaciones de Duquende y Del Morao son como una fotografía del alma, tan puro como inagotable, tan rugoso como imperfecto. Y ahí está la clave de su música porque ayer el chorro de voz nacía sin filtros, a puro pulmón, con más viveza que nunca, porque el cante del músico catalán es una alegoría de pasiones oclusivas, íntimas y misteriosas que, como la poesía, hiere y cura al mismo tiempo. Esa es su finalidad: refugiar a la sociedad en tiempos convulsos, oxigenarla. Porque escuchar hablar a los sentimientos alimenta. Es esa ilusión tan humana de la gracia de la satisfacción interior que muy pocas veces se alcanza.