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Algo personal

El legado de John Le Carré

La escritura y la vida van juntas a veces. Otras veces no: se separan y construyen mundos paralelos que no se encuentran nunca. La ficción ayuda a construir un nudo entre ellas. Escribir desde la imaginación es una manera de entender la realidad y de contarla. Cuando se llamaba David Cornwell, un escritor que luego se llamó John Le Carré formó parte del servicio de espionaje británico. Después de unos años, lo abandonaría y su vida sería ya un rendido tributo al oficio de escritor. Novelas de espías. Difícil entrar en el canon literario volcándote en contar esos líos entre países que llegan a su culminación en los duros años de la Guerra Fría. El reparto del pastel después de la II Guerra Mundial. La política de bloques. El comunismo y el anticomunismo. Cómo contar esa historia y que no chirríe el alma de la escritura. Cómo contar esa historia tan compleja sin que la verdad se vea convertida en una mercancía vendida al mejor postor, aunque se trate en ese final de una verdad escacharrada. La escritura te pone entre la espada y la pared de un dilema moral. Al cabo, esto es lo que pasa. Dónde situarte, en qué punto colocar la cámara del punto de vista, cómo asegurarte un mínimo -siquiera un mínimo- de confianza en quien leerá lo que escribes como si en ello le fuera la vida. Porque los buenos libros se leen así, como al borde de un precipicio, arriesgando la tranquilidad como sobre el alambre del funambulista.

De todo eso, de qué contar y cómo contarlo sabía mucho John Le Carré. Así como James Bond y otros personajes de ese mismo mundo sonaban a cartón piedra, George Smiley, Peter Guillam y otros de los que fue diseñando Le Carré a lo largo de sus novelas eran todo lo contrario. Fue Smiley su principal protagonista. Desde aquella primera, ‘Llamada para el muerto’, publicada en 1961, hasta la última, ‘El legado de los espías’, que salió en 2018, ha aparecido en varias ocasiones como protagonista y otras como secundario. Y con él, ya digo, otra larguísima nómina de personajes que fueron llenando las miles de páginas que escribió un autor que, al menos para mí, siempre fue de los imprescindibles.

No hay héroes en las novelas de John Le Carré. Antes, al contrario. La encarnadura de los personajes tiene poco que ver con ninguna heroicidad. Más bien, son lo que queda de la derrota. Los sueños que los movían cuando vivían el comienzo de una historia se han quedado en nada, o en menos que nada, cuando esa historia llega a su final. Quiso encontrar Le Carré ese punto que hiciera comprensible lo que hacían sus personajes. No había un lado y otro para el escritor. No hablo de eso tan de moda hoy día que es la equidistancia. Había para Le Carré la misma dosis de humanidad en todas partes que seguramente había en aquel David Cornwell cuando aún no era escritor y formaba parte del M16 británico. Es ‘El legado de los espías’ la huella final de lo que fue su mundo literario y me gusta pensar que también el suyo propio. Cuando leí esa novela en el momento de su publicación sentí que los años no le pesaban al escritor. Ya era muy mayor y sin embargo fue capaz de conseguir algo que creo superior a lo que logró en las novelas anteriores: conmovernos como ninguna otra historia crepuscular -suya o ajena- había logrado hasta entones. Volvía a ‘El espía que surgió del frío’ y nos dejaba de nuevo para el arrastre. Al cabo, parecía decir: sigo siendo aquel escritor primerizo que empezó a escribir novelas de espías porque ésa había sido mi vida durante tantos años.

Ahora se acaba de morir John Le Carré. Tenía 89 años y hacía tiempo que había escogido la tranquila convivencia con un mundo que él supo contar mejor que nadie, a pesar de que la Guerra Fría no fue una época fácil para nadie. Qué quedó después, tampoco ha sido ni está siendo para echar cohetes. Y eso lo sabía John Le Carré. Y tanto que lo sabía. Nos quedan sus novelas. Y como digo, esos personajes que tuvieron una vida al margen de la ficción de esas novelas. Era como si nos los encontrásemos por la calle, en las tiendas de antes del pangolín, en el patio de nuestra propia casa. Ahí esos personajes, como lo más sencillo de lo humano. «Todo parecía importar muy poco: la patética petición de amor, o el regreso a la soledad»: así acaba ‘Llamada para el muerto’. Como cualquier vida fuera de las novelas. Como cualquier vida.

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