Los días llenos de una melancolía aparentemente extraña. Son esos días en que llaman a la puerta y lo que hay delante, cuando la abres, es una sonrisa de dentífrico contratada para un spot publicitario. La melancolía, pues, no es extraña porque todos los años es la misma, nada cambia en el decorado que simula la ausencia. Un abrazo emocionado en el regreso a casa, como si el tiempo de antes se hubiera encapsulado en una burbuja eternamente salpicada de confeti.

Pero los tiempos han cambiado. Los tiempos de ahora intentan salvar, como difícilmente pueden, los charcos de un dolor que está durando mucho, que no se va de nuestro lado porque hay dolores cabezones que se niegan a la rendición. Lo peor es que ese dolor se ha convertido en el extravagante cuenteo de las cifras. La pandemia es un tablero lleno de tantos por ciento, de sumas y restas que nos llevan a cuando éramos críos y nos venía justo -si es que alguna vez lo conseguimos- para entender la cantinela de la tabla de multiplicar o la lista incorrupta de los reyes godos. Día que pasa es como volver a empezar esa retahíla de números que, cada vez más, tendrán la espesura triste de los números quebrados.

Sin embargo, ahí está la cancioncilla más tarareada del invierno: salvemos la Navidad. Siempre tuve la sensación de que esta fiesta se vivía a contracorriente, de que a mucha gente le quedaba a trasmano, de que las reuniones navideñas tenían un punto de conflicto familiar: en tu casa o en la mía, en ninguna de las dos, no soporto que tu hermano parezca un rotobator troceando el pollo, pues mira que el tuyo, que si le dices que Messi es mejor que Ronaldo se pone a gritar como si fuera Tarzán, sí, y tú serás entonces la mona Chita. Ironías aparte, estaría bien que estos días no dejásemos de lado lo que está pasando, que las risas de la fiesta no borraran el sabor amargo de las lágrimas, que cuando levantemos las copas para desearnos lo mejor pensemos que lo mejor de esos deseos está este año fuera de nosotros, tal vez en el silencio de otras casas que pocas ganas tienen de celebrar nada por culpa, precisamente, de esos malditos números que lo quebraron todo.

«Nadie osa nombrar la Soledad», escribe Emily Dickinson. Sí, desde hace muchos meses somos expertos en esa Soledad, escrita así, esa palabra, con la mayúscula de lo enfáticamente irremediable. No hace falta que la nombremos, claro que no. La vivimos con tanta gente cercana que se ha ido sin abrazos, con esa otra que nos reclama una caricia para con ella plantarle cara al puñetero bicho, con esa compañía navideña que este año no podrá llenar la mesa de siempre porque vale la pena poder celebrar la del año próximo a todo lujo, aunque nos toque soportar estoicamente al rotobator de turno y a Tarzán de los Monos.

Salvar la Navidad es salvar lo mejor que tenemos en estos momentos duros del desasosiego: la confianza en los servicios públicos y la seguridad de que, si no hay nada que sea para siempre, el pangolín tampoco. La melancolía tiene el color anaranjado del crepúsculo. Los anuncios televisivos poco tienen que ver con esa realidad que ahora mismo no es de colorines. Quien llama a nuestra puerta no es la sonrisa de una pasta de dientes que previene la caries, sino alguien que nos quiere lo mismo o más que antes, aunque este año nos lo diga por skype o por wasap, o en esa postal que nadie nos escribía desde los tiempos del arca de Noé.

Cuando leo que cada reunión no podrá juntar a más de seis personas, y hay protestas porque nos parecen pocas, me acuerdo de la gente a la que este capitalismo cerril y desigualitario ha dejado en la calle y de esa imagen que un día me llegó al móvil: una niña que decía que nunca había visto tantas personas en su casa. Era como un chiste por lo de la limitación numérica en las celebraciones navideñas. Pero, si lo miras por el otro lado, el chiste es de una tristeza infinita. Lo único que me queda es desearles que sean felices estos días y siempre. Y que disculpen el tono melancólico -no sé si un puntito aguafiestas- de esta columna. Me ha salido así, qué quieren que les diga. Me ha salido así.