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80 años de la voz de la justiciera

La dama del folk sigue con la denuncia del acomodo intelectual derivado de la nostalgia y pone el presente en el punto de mira

Joan Baez, en una imagen de 2018. | STEWART WOLLAND

En la web oficial de Joan Baez ya no hay lugar para las nuevas fechas de conciertos, pero sí que asoma una pestaña que conduce a sus obras como pintora: su serie Mischief makers, personajes que hacen travesuras con incidencia social, cuya nueva colección mostrará este mes en una intervención en streaming con motivo de su 80º cumpleaños. Por sus lienzos han pasado contemporáneos como Kamala Harris, Greta Thunberg o Michael Moore, y figuras históricas ejemplares como Ghandi y Eleanor Roosevelt. Esta es la nueva realidad de la trovadora neoyorquina, que un día brindó su voz a la causa de los derechos civiles en los gloriosos años 60.

Década de leyenda, o no tanto: Baez se ha pasado muchos años tratando de desmitificar aquella era y de denunciar el acomodo intelectual derivado de la nostalgia, poniendo el presente en el punto de mira. El activismo fue un motor de sus primeros pasos en el arte de la canción, y ha seguido siéndolo en su crepúsculo escénico, cuando ha preferido que las conversaciones con la prensa tuvieran más que ver con el calentamiento global o las estridencias de Donald Trump que con sus gestas en la escena folk del neoyorquino Greenwich Village o su romance espinado con Bob Dylan. Así ha llegado Joan Baez a los 80, edad que cumplirá el 9 de enero, evitando vivir en el pasado más allá de los indispensable y luciendo una serenidad zen, asociada a la práctica del yoga.

Hace un par de veranos, el 28 de julio del 2019, dio por cerrada su carrera como artista de escenario en España, en el madrileño Teatro Real, alegando el cansancio de su voz. Eran ya 60 años de trayectoria los que acumulaba a sus espaldas, desde su primer paso por el Newport Folk Festival, en 1959, compartiendo un par de temas con el cantautor Bob Gibson. Tiempos de revival de la música tradicional en Estados Unidos, a cuenta del emergente movimiento de los derechos civiles, donde brillaba la autoridad de voces como Pete Seeger y la cantante góspel Odetta, muy influyentes en su primera obra.

Ella venía de una familia cultivada, padre físico (Albert Báez, nacido en Puebla, México; figura relevante en el desarrollo de los rayos X) y madre profesora de literatura (la escocesa Joan Bridge). A causa de los compromisos de Albert con la UNESCO, los Báez vivieron en diversos lugares de Estados Unidos y del extranjero, incluyendo una estancia en Bagdad durante un año, en 1951, experiencia iniciática para Joan en la construcción de sus ideales de justicia social. De la fusión de esa sensibilidad con el don natural que le brindó su voz salió la cantautora que se coló con facilidad en la vanguardia del folk.

La huella de Dylan

Baez ya llenaba grandes salas cuando conoció a Bob Dylan, a quien procedió a presentar en sus recitales como artista invitado. Relación abrupta: si bien ella no se andaba con tonterías en sus amoríos (Joan, a los hombres, «los mastica y luego los escupe», advirtió una vez su madre), con Dylan los papeles acaso se invirtieron, con experiencias frustrantes como la gira de 1965 por el Reino Unido, durante la cual el autor de Like a rolling stone tendió a ignorarla y no le ofreció ni una vez que la acompañara a escena. Episodios perdidos en la neblina por una Baez que, en 1969, tuvo un hijo, Gabriel (con el periodista y activista David Harris), futuro percusionista enrolado en sus giras, y que en los 80 se relacionó con Steve Jobs.

Pero las canciones de Dylan nunca han faltado en su atril, mezcladas con las suyas, las tradicionales y las de autores de amplio espectro, como Peter Gabriel, de quien adaptó al catalán In your eyes (Als teus ulls), junto a cantantes como Lluís Llach, a favor de los presos independentistas. Joan Baez, siempre implicada con las circunstancias que se ha encontrado allá donde ha ido. Y preparándose para la muerte, con esa crudeza se ha expresado, sin dejar de pensar, como señalaba el año pasado, que las canciones son, si no un medio para cambiar el mundo, sí al menos «una salvación en mitad de la locura».

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