Hoy es el primer domingo del año. Atrás quedaron los otros domingos, esos que vivimos con el más absoluto de los desconciertos. También con miedo. Nadie se los imaginó así, de esa manera en que las pesadillas se meten de golpe en nuestras vidas, como si esas vidas fueran necesariamente un país innoble donde se prohíben los sueños. Se preguntaba Edith Södergran sobre el miedo y ella misma, en uno de sus grandes poemas, encontraba la respuesta: «Soy una parte del infinito, soy una parte de la gran fuerza del todo, un mundo solitario dentro de millones de mundos». En ese magma de soledades juntas, de mundos conectados aunque sea por la magia para mí extraterrestre de la tecnología, en eso que llamamos pequeños gestos cotidianos que nos llenan de dignidad y de orgullo, el miedo estará ahí, claro que sí, porque forma parte imprescindible de lo humano, pero no tendrá la ultima palabra.

Este domingo es una parte de todos esos domingos en que nos atracó a mano armada un mal desconocido, en que la palabra vida era como esa ropa vieja que sólo sirve para vestir a lo inservible. El tiempo que viene no ha de ser el del olvido porque si olvidamos lo que nos hizo daño, lo que nos está haciendo daño, es como abrirle los brazos a su repetición, como entregarle al enemigo los argumentos mejores para que sin ninguna compasión nos descalabre.

Es imposible olvidar nada porque el maldito año que acabó hace unos días nunca se irá del todo. Nunca ningún tiempo se fue para siempre. Estará ahí, a la espera de que lo añadamos al tiempo de ahora, al que empieza casi hoy mismo y nos mira desde una exigencia que no podemos dejar caer en saco roto: volver a la tan cacareada normalidad es un cuento para anestesiarnos como decía León Felipe la conciencia, como la trampa que se abre a la candidez de la inocencia, como el chocolate del loro que enmascara las mentiras. Lo de antes de la pandemia era una normalidad impuesta para que triunfara sin medias tintas la injusticia. La misma pandemia, digan lo que digan, no ataca por igual a todo el mundo. Pues claro que no. Los ricos y los pobres no la sufren igual, pues claro que no. ¿Seguirán los desahucios en la nueva normalidad, las playas llenas de una gente abruptamente convertida en carne apaleada, los trabajos tan en precario que no evitan pasar hambre, la destrucción brutal de la naturaleza, la acumulación del dinero en las manos codiciosas de la lista Forbes, los asesinatos de mujeres a manos de quienes, uno a uno o en manada, rompen sus vidas porque ellos se pasan la igualdad por el arco del triunfo de una hombría canalla y anacrónica, la protección de lo privado por encima del bien público y común? ¿Seguirá siendo todo eso y más la nueva normalidad?

Hoy es el primer domingo del año. Por todas partes surgen futuros entusiastas, planes que enmienden errores del pasado, propósitos de enmienda y golpes de pecho que alivien los insomnios, palabras rimbombantes que como las del rey en Nochebuena callan más que dicen para que la fiesta siga siendo un festín para la inmensa minoría de los privilegios a destajo. Nadie sabe nada del tiempo que vendrá. A saber si los posibles desbarres en las fiestas de estos días nos llenarán otra vez de una angustia insoportable. Ojalá sea que no. Ojalá, también, que las vacunas vayan abriendo un camino luminoso a la esperanza y que cada cual pueda dibujarse el mapa de los sueños, como el que se inventó Robert Louis Stevenson para que encontrara un niño la isla del tesoro. Sé que hay ya mucho cansancio, que resulta difícil mirar con tranquilidad lo que nos pasa. Pero me quedo con ese poema de Edith Södergran que antes les decía, ese poema en que la inmensa poeta rusa que vivió casi toda su vida en los países escandinavos, se enfrentaba al tiempo de la devastación con otro tiempo bien distinto, el que nos habla de la necesidad de no claudicar, de plantarle cara al infortunio, de no sentir la vida como esa ropa vieja que sólo sirve para vestir a lo inservible. Celebrar, aunque sea tan difícil ahora mismo: «El triunfo de vivir, el triunfo de respirar, el triunfo de existir». Ahí nos vemos, en la necesidad de que lo que viene nos haga, al menos, moderadamente felices. Y con el recuerdo, hermoso y dolorido a la vez, de quienes ya no podrán acompañarnos. Ahí nos vemos este domingo. Ahí nos vemos.