La primera película que vi en mi vida fue ‘Pánico en las calles’. En el cine de Gestalgar, que ya no existe, como muchas cosas de antes. No recuerdo si me llevó el primo José, que tenía el estanco con sus padres y su hermana Loli y me hacía camiones de cartón con las cajas del tabaco. La dirigió Elia Kazan (no lo trago desde que supe que denunciaba a sus colegas de Hollywood, cuando la caza de brujas del senador Joseph McCarthy) y salen Richard Widmark, haciendo de policía, y Jack Palance, que era más malo que la peste, como en casi todas sus películas. La peli va de eso, de la peste. En Nueva Orleans, un marinero, inmigrante armenio, juega en un garito. Gana mogollón de pasta y enseguida lo asesinan los malos. Cuando le hacen la autopsia, se descubre que tenía la peste neumónica. Inmigrante transmisor de la plaga: ahora los de Vox se frotarían las manos.

Las películas son ese mundo en que si son buenas nos reconocemos, nos dicen lo que pasará mañana, nos enfrentan al espejo sin la crema mágica de disimular las cicatrices. Las películas son la gente que se las inventa. Y a mí me gustan muchísimo las historias que se inventa Icíar Bollaín. Ya cuando hacía de adolescente en ‘El Sur’ y bailaba un pasodoble con Omero Antonutti, su padre en la ficción, me resultaba creíble, sentía que, cuando hablaba en ese susurro que intenta buscar sin querer traicionar nada los secretos familiares, estaba desvelando lo mejor de quien sabe que lo que somos lo somos por dentro, que la vida es una mierda si no le abrimos puertas para que la llenen el aire de la calle, el bien y el mal, las noches en vela y esas otras en que los monstruos se ponen a jugar a la rayuela con nuestros sueños, sin que sepamos si al final despertaremos en un concierto mágico de Rozalén o en el túnel de la bruja. Luego se puso a dirigir películas y en su cine siempre encontré la seguridad de que nunca te tima, de que te crees lo que cuenta, de que lo que dice suena a verdad de la buena, a esa verdad que no necesita gritar como un hooligan de los de antes del pangolín para imponer sus argumentos. La otra gran cualidad de su cine es la sencillez, esa manera de contar una historia en que nada está por encima de nada, en que eso tan ampulosamente pretencioso que se llama estilo se esconde como un ratón miedoso en el último rincón de la casa para escapar del gato. Ahora acabo de ver su última película: ‘La boda de Rosa’. Y aquí, de nuevo, las dos cosas que antes les decía: la honestidad y la sencillez. O sea: la grandeza.

Una mujer en la cuarentena (la de la edad, no la que impone el puñetero bicho) está harta de ser la criada para todo, de sentirse más sola que la una, de estar cerca de los demás y cada vez más lejos de ella misma. Su familia la tiene como un cero a la izquierda y solo lo ponen a la derecha cuando la necesitan. Estaba destinada a ser la tieta de Serrat, la que reparte las cartas en las partidas de vecindad y mientras los demás juegan ella prepara la merienda, la que vive el amor como si el amor fuera un remiendo y nunca ese vestido nuevo que la convierta en reina de la fiesta. Pero un día se planta y le arrea un sopapo a su vida de antes. «No hay nada perdido que no pueda encontrarse», escribe Djuna Barnes. Pues a eso se aplica Rosa, ese personaje entrañable, de muchos matices, que saca palante una espléndida Candela Peña. A su lado, justo es traer aquí sus nombres, Nathalie Pozas, Sergi López y Ramón Barea. Y, especialmente, una joven Paula Usero que, como en una canción de Kiko Veneno, ríe y llora en su papel de hija y madre como le da la realísima gana.

Desde aquella vieja película en el cine de mi pueblo han corrido muchas otras. Qué gozo poder escribir este domingo de la última que ha dirigido Icíar Bollaín y escrito con la guionista Alicia Luna: compleja y sencilla a la vez, triste como a veces es la vida y con un humor (a ratos casi berlanguiano) que te saca una sonrisa y te conmueve sin necesidad de sacacorchos. Cine, cine, cine, como cantaba mi hermano inolvidable Luis Eduardo Aute. Pues eso.