Las llamaban novelitas. También novelas de quiosco o de «a duro», que es lo que costaban. A veces las comprábamos y otras veces las cambiábamos por otras después de leerlas. Era como pagar un módico alquiler por habitar una casa que compartíamos con extraterrestres, amores turbulentos dentro de un orden, espías y pistoleros del Oeste. Al fin y al cabo, los libros hacen que quienes los leen «se den cuenta de que no están solos», escribía Don DeLillo. Lo maravilloso empezaba ya en las magníficas portadas. Muchas veces los nombres de quienes las habían ilustrado ni aparecían, como si las hubiera dejado allí un soplo de viento o la mano maestra de un fantasma. Entonces, en muchas casas, no había libros. En la mía, sin ir más lejos. Lo que sí que había eran relatos al calor de la lumbre en los inviernos. Casi todos de miedo. Cuando nos quedábamos a dormir en la casa junto al río, mi abuelo Claudio nos contaba historias de desaparecidos que regresaban por las noches y convertían el sueño en una pesadilla. Ya está el muerto en el primer escalón, ya está el muerto en el segundo escalón, ya está el muerto en el tercer escalón, ya está aquí el muerto… Joder con el abuelo.

Aquellas pequeñas novelas nos descubrían mundos que desconocíamos, nos llevaban a galope tendido por el desierto de Arizona y las Montañas Rocosas, nos subían en naves espaciales que tardaban en viajar a Saturno menos que el autobús de línea en llegar a València desde Gestalgar. Eran tiempos oscuros, pero en esos libros insignificantes encontrábamos pasadizos secretos por los que escabullirnos y alcanzar heroicamente el triunfo de una inocencia que nos hacía invencibles.

Tuve la suerte de conocer a algunos de aquellos escritores: Silver Kane, George H. White, Alf Regaldie… Esos nombres eran ficticios porque llamarse Francisco González Ledesma, Pascual Enguídanos o Alfonso Arizmendi no eran muy apropiados para contar aventuras exóticas. Para mí, estar con ellos fue como acercarme a un premio Nobel de Literatura. Escribían muchísimo. Por lo menos, una novela a la semana. A veces dos. Vendían miles de ejemplares. Lo suyo era escribir, escribir y escribir: sin embargo, casi ni se consideraban escritores. Poco a poco fueron cambiando los gustos del mercado. Aquellas escasas cien páginas maravillosas cayeron en el olvido y ahora la gente prefiere un novelusco de ochocientas aunque necesites un almax para aliviar el dolor de tripas que te entra después de la lectura. Nunca olvido de dónde vengo cuando escribo. Por eso guardo esas novelas en los sitios más visibles de la casa, para que no se me ocurra traicionarlas, para que los nombres de quienes las escribieron no se me borren jamás de la memoria.

No conocí a José Luis Bernabeu López, pero he leído muchas de sus novelas. Había nacido en Xàtiva en 1946 y su nombre de escritor era Joseph Berna: empezó bastante tarde a escribir y a publicar, nada menos que en la editorial Bruguera. Más de cuatrocientas novelas nos quedan para recordarlo. Hace un par de semanas leí en Levante-EMV que se había muerto y me quedé un buen rato manoseando sus libros, que es una buena manera de no creerte del todo las ausencias. A ratos, con sus historias, me meaba de la risa. Daba igual que escribiera del Oeste, de espías, de Ciencia-Ficción: el humor nunca lo abandonaba. Sus frases eran breves, como cortadas con filo de piedra prehistórica, no se iba por las ramas. Para ambientarme y escribir esta columna, saqué La espía que me odiaba: «Katia Tennant se alegró enormemente cuando vio que Cliff Bowman guardaba la automática, pues creía tener bastantes posibilidades de vencerle y escapar en el sedán, antes de que los otros cuatro agentes de seguridad de la NASA se recuperaran de los golpes que ella les había propinado». Igual esa novela la escribió como una respuesta paródica a La espía que me amó, de la serie James Bond.

La Asociación Amigos del Bolsilibro publicó hace unos años El maravilloso mundo de Joseph Berna. Y hace casi nada la editorial Matraca hizo lo mismo con Homenaje a Joseph Berna. Escribir esta columna ha sido una mezcla de gozo y de tristeza. La alegría de contarles a ustedes un pedazo de la historia de la literatura que para mí es la más imprescindible, aunque ese Canon literario, que tantas veces es una estafa al servicio de las grandes editoriales, siempre la haya despreciado. El dolor también acerca a la gente, y es la muerte de Joseph Berna el lazo que nos junta a ustedes y a mí este domingo. Hasta siempre, maestro. Hasta siempre.