Algo personal
Los cines de Jaume
Recibí el mensaje en el móvil. Sé poco de esas cosas. Lo justo para darle a la tecla y abrirlos. No he conseguido saber cómo se ponen los monigotes para expresar sentimientos. Reír. Llorar. Taparte los ojos. Aplaudir. Una bailarina de flamenco. Un corazón rojo a punto de explotar. Yo qué sé. Con esos dibujitos podríamos contar una historia a base de wasaps. O un millón. O hacer películas mudas como las de Charlot o Buster Keaton. Por cierto: ¿por qué en tantas películas y series españolas de ahora hablan tan aprisa que no se entiende nada de lo que dicen?
Recuerdo que cuando era un crío me regalaron una cajita de madera de color verde. Le dabas a una manivela y salían dibujos moviéndose en una pared blanca. Casi siempre eran de animales. No sé si también aparecían personajes humanos. A lo mejor sí. Pero no me acuerdo. Un día desapareció la cajita de color verde y la pared blanca se convertiría en una pantalla grande, con unos rollos enormes que se cambiaban en el intermedio y unas máquinas que hacían más ruido que los caballos trotando por las praderas o los tanques achicharrando con sus cañones las trincheras enemigas. La magia del cine alimentaba aquellos años en que estábamos destinados, como decía Bob Dylan en It’s alright, Ma (I’m Only bleeding), «a hacer lo que nunca fue hecho». Seguramente lo que finalmente hicimos sería un calco de lo que nos enseñaron quienes vinieron antes. Nada sale de cero, aunque algunos idiotas estén convencidos de que todo lo de ahora lo han inventado ellos. Gilipollas.
Todos los pueblos y ciudades tenían sus cines. Ya casi nadie se acuerda. Las terrazas de verano. Los bocadillos envueltos en papel de plata o de periódico. La sesión continua. Los cines de estreno. Los cineclubs en que la gente se educaba en el antifranquismo al mismo tiempo que se aburría con las películas de Bergman. Las críticas todos los lunes en la cartelera Turia. No viví en València hasta muy tarde. Pero me sé sus cines de memoria: Boston, Olóriz, Majestic, Museo… y luego o a la vez, ya como un alarde de modernor, el Serrano, el Artis, el Oeste… Hay algunos libros y documentales que nos cuentan sus historias. Recordar esas historias tiene mucho de nostalgia, claro que sí, pero también expresa algo que no podemos olvidar: lo que no nombramos deja de existir. Los sitios de antes siguen vivos. Aunque el tiempo los haya borrado del mapa, seguirán existiendo mientras los recordemos.
La pandemia ha cerrado muchos cines. Ahora la gente ve principalmente las series televisivas. Confieso que no soy un forofo. Quedé harto de aquellos tebeos de mi infancia que acababan con un «continuará» en el punto más interesante de la aventura. Si veo alguna serie es de las que acaban en cada capítulo. Sobre todo policiacas. Últimamente ando con el morro torcido porque los polis se pasan el tiempo hablando de sus problemas sentimentales en vez de descubrir en un plisplás quién es el asesino.
Todo lo que cuento en esta columna, menos lo de las series con policías en bancarrota afectiva, lo he sacado de un wasap. «Alfons, he pensat que t’agradaria llegir aquest text», me dice un tipo a quien quiero y admiro desde que Franco era cabo. Sí, Jaume Martínez Bonafé lo ha escrito para su familia y algunos amigos. Hace unos meses publicó, con su colega Jaume Carbonell, un libro fantástico: Otra educación con cine, literatura y canciones. Durante toda su vida -y ahí sigue- anduvo comprometido hasta las cachas con el mundo de la enseñanza crítica, un compromiso vivido casi siempre al lado de Gonzalo Anaya, ese maestro inolvidable.
Ya dije al principio que lo mío no son precisamente las nuevas tecnologías. Pero sólo por historias como la que me cuenta Jaume sobre los cines de su infancia y adolescencia, ya vale la pena ponerse al día para no quedarnos anclados en los viejos tamtam de la selva, o en las señales de humo que Nube Roja y los suyos levantaban por las montañas que les querían robar los rostropálidos.
«En las noches de verano de nuestra infancia, de puntillas y apoyados en la barandilla del balcón, mi hermano y yo asomábamos la mirada entre las láminas de la persiana para contemplar, en silencio, medio rostro de Robert Taylor, un pedazo de la espada de un romano, con un poco de suerte los labios de Sofía Loren…», escribe el amigo. Seguro que ahí, en esa sesión, nos juntamos ustedes y yo alguna que otra tarde de nuestras vidas. Seguro que sí. Seguro.
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