MÚSICA CRÍTICA

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COMUNIDAD VALENCIANA.-Cultura.- El pianista Boris Giltburg interactúa con ocho músicos de la orquesta de València en Cambra al Palau

COMUNIDAD VALENCIANA.-Cultura.- El pianista Boris Giltburg interactúa con ocho músicos de la orquesta de València en Cambra al Palau

Justo Romero

València

Israelí de origen moscovita, Boris Giltburg (1984) es uno de los más talentosos valores del piano del siglo XXI. Desde que en 2013 ganara el Concurso Reina Isabel de Bruselas, su carrera le ha llevado a actuar en las mejores salas y junto con primeras orquestas. También al Palau de la Música, donde en febrero de 2019 deslumbró con una arrolladora versión del Tercer concierto para piano de Rajmáninov con la Orquestra de València. El impacto fue tal que pocos meses después, en noviembre del mismo año, volvió a ser invitado para tocar el Primero de Liszt con la misma orquesta, dirigida por Karel Mark Chichon.

Con buen oído y vista, los responsables del Palau de la Música –que de cuando en cuando también hacen cosas buenas- tuvieron el acierto de nombrarlo inmediatamente «artista residente». Fruto de ello es el concierto camerístico que Giltburg ha ofrecido el sábado en el muy mejorado –acústica y térmicamente, aunque se siguen colando ruidos de la calle- Centre Cultural L’Almodí junto a algunos profesores de la Orquestra de València. Nada más expresivo para apreciar el estímulo sobresaliente que este tipo de colaboraciones con grandes solistas aporta a cualquier colectivo sinfónico que las palabras de una de los músicos –la violinista Anabel García del Castillo- que ha tenido la fortuna de coprotagonizar este programa junto a Giltburg: «¡Lo disfrutamos de lo lindo! Conciertos así me reafirman el para qué de tantos años de dedicación al violín», ha publicado en su perfil de Facebook.

Efectivamente, fue un concierto para disfrutar. Cuando la música se hace así, con tal pasión y entrega, el resultado no deja indiferente. Más si en los atriles hay dos composiciones tan sobresalientes como los quintetos con piano de Beethoven y Brahms, obras en las que el pianismo rotundo de Giltburg fue impulso y catalizador de unas versiones en las que, más allá de cualquier puntual imprecisión, los profesores dieron lo mejor de sí.

Bravo sin reservas ni fisuras a las violinistas García del Castillo y Esther Vidal, al viola Santiago Cantó y al violonchelista David Forés. Por dar vida a un Brahms decididamente arrebatador en los momentos más vehementes, como en el brillante Scherzo (cuyo ritmo punteado tanto recuerda el Siegfried wagneriano, estrenado once años después) o en el trepidante Presto final, pero que también supo teñirse de nostalgias e incertidumbres en el lírico segundo movimiento. El impulso motriz del teclado poderoso se implicó en una versión de carácter y con calidades de evidente rango.

El temprano Quinteto piano y viento de Beethoven es otro cantar. Compuesto en 1796 e inspirado por el casi contemporáneo Quinteto K 452 compuesto por Mozart para idéntica plantilla solo doce años antes (1784), Giltburg y los instrumentos de viento de la Orquestra de València (el clarinete de Vicente Alós, el oboe de Roberto Turlo, el fagot de Juan Sapiña y la trompa de Santiago Pla) se mostraron más contenidos, acordes con el momento estético de una partitura aún de corte clásico, por mucho que en ella asomen señales del Beethoven romántico. El fuego de Brahms fue aquí comedimiento y mesura. En la que el piano contuvo su sonoridad para dejar que el ensamblado cuarteto de vientos trazara el rico contenido que habita en sus tres simétricos movimientos, en el segundo de los cuales, maravillosamente preludiado por Giltburg, la trompa de Santiago Pla se explayó con cantable lirismo.

Entre uno y otro quinteto, Boris Giltburg tocó en solitario la Sonata Claro de luna de Beethoven, con un lento primer tiempo cuya mesura y rigor fueron clave de la quieta magia con que impregnó sus tenues compases. Tras el puente del escueto Allegretto, Giltburg enfatizó sin reservas el Presto agitato conclusivo, llevado a los límites de velocidad. Fue un exceso para una sonata compuesta en 1801, cuando claves y clavicordios aún resonaban con fuerza, y en cuyo epígrafe Beethoven no vaciló al escribir: «Sonata quasi una fantasia per il clavicembalo o Piano». Pero un pianista del dominio técnico de Giltburg sí puede salir airoso de semejante planteamiento. 220 años después, Beethoven se hubiera quedado boquiabierto de la sonoridad y recursos del suntuoso piano moderno. También del dominio instrumental de Boris Giltburg. Seguro que hubiera aplaudido a piano y profesores con el mismo entusiasmo que el público que casi llenó L’Almodí.

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