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ÓPERA CRÍTICA

Adivinar,entrever, imaginar…

Una escena de ‘L’isola disabitata». | M.LORENZO

Manuel García es una de las personalidades más transcendentes de la música española y europea del siglo XIX. Sin embargo, su nombre suena a chino para la inmensa mayoría de los españoles y no españoles, melómanos incluidos. Nacido en Sevilla, en 1775, amigo de Rossini (fue el Conde de Almaviva en el estreno de El barbero de Sevilla, en 1816, en Roma, y un año antes coprotagonizó en Nápoles el estreno de Elisabetta, regina d’Inghilterra); padre de dos cantantes tan relevantes como María Malibrán y Pauline Viardot; introductor de la ópera en Estados Unidos, maestro de canto, director de orquesta, empresario y un sinfín de cosas más, entre ellas compositor de preciosas canciones y tonadillas de claros tintes dieciochescos y de un nutrido ramillete de óperas y operitas cargadas de gracia e ingenio.

Precisamente la operita que cierra su producción lírica, estrenada en 1831, justo un año antes de su muerte, en París, con 57 años, ha llegado al Palau de les Arts, a su para estos menesteres más que idóneo Teatre Martín i Soler, en una producción dirigida escénicamente por Emilio Sagi, con escenografía (de foto fija) de Daniel Bianco y vestuario anodino de la inolvidable Pepa Ojanguren. L’isola disabitata es una ópera de cámara en un acto, que García compuso expresamente para sus alumnos, como ejercicio escolar de su prestigiosa escuela de canto en París. Al polifacético genio sevillano bastan cuatro cantantes, un piano y un conciso y reflexivo libreto de Pietro Metastasio para desarrollar una escena cargada de elucubraciones sobre la vida, el amor, la naturaleza y todo lo que el público quiera adivinar, entrever, imaginar...

En sus cerca de noventa minutos se suceden las intervenciones de cuatro personajes confinados en una remota isla que se supone tropical, casi a la manera de Los sobrinos del Capitán Grant, pero en serio, sin la guasa propia de Fernández Caballero. Fueron encarnados por miembros del Centre de Perfeccionament con disciplina escénica y generosidad vocal. Destacó la bien proyectada y aguda voz de tenor rossiniano de Jorge Franco, que dio vida a un Gernando de ambigua nobleza y resuelta línea de canto. A su lado brillaron la soprano rumana Larisa Stefan, que salvó con dignidad las dificultades y escollos del rol de Constanza, particularmente el aria ‘Ah che in van per me pietoso’ de la novena escena, la mezzo Evgeniya Khomutova en el inocente papel de Silvia y el bajo-barítono Max Hochmuth, como el sosaina Enrico.

La partitura prescinde de la orquesta y limita el acompañamiento a un piano exigente de nada fácil escritura. Fue defendido desde el foso por Carlos Sanchis, que se encargó de la efectiva concertación con muy preferente atención a la escena. La producción, de 2010, procedente del Teatro Arriaga de Bilbao y que supuso la recuperación moderna de L’isola disabitata, combina y contrasta el mundo urbano representado por un amasijo de sillas y cómodas, con el guiño a la isla, presente a través de la arena azul sobre la que se desarrolla una escena monótona y oscuramente iluminada, que se limita a poco más que hacer entrar y salir a los cuatro protagonistas y darles cuatro obvios apuntes dramáticos en un espacio sombrío que más parece la gruta de Fafner que el soleado islote que loa Silvia y describe Metastasio.

El martes, la función era didáctica. Y daba gusto, en verdad, ver a nuestros bien preparados jóvenes seguir con atención, silencio y conocimiento una ópera, comprobar cómo la disfrutan, se implican y la saborean. La aplaudieron con tanto fervor como desde aquí aplaudimos al Palau de les Arts y su ambicioso programa didáctico, personalizado en su responsable Víctor Gil. Ellos aseguran el futuro de la ópera, de la cultura. Calidad de vida.

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