Allen Klein, el único agente musical de todo el mundo que podía jactarse de haber sido demandado por los Beatles y por los Rolling Stones, tenía reputación de ser uno de los tipos más turbios y despiadados del negocio. Él procuraba estar siempre a la altura de su fama. En 1997, los productores de ‘El gran Lebowski’ le sondearon para poder utilizar el «Dead Flowers» de los Stones, en versión de Townes Van Zandt, en los créditos finales de la película y Klein se descolgó pidiendo 150.000 dólares por los derechos. En un intento algo desesperado por ablandarlo, el director musical del filme, T-Bone Burnett, le organizó una proyección privada de la cinta. Cuando llegó la escena en la que El Nota (Jeff Bridges) suelta la frase «he tenido una noche difícil y odio a los putos Eagles», Klein se puso en pie y dijo: «Está bien. Podéis utilizar la canción».

La anécdota revela una verdad incontestable: no hay muchas cosas que generen tanto consenso en la industria de la música popular como el odio a los Eagles. La nómina de artistas, productores y críticos que en algún momento han expresado su desdén por la banda angelina es más larga que el solo de guitarra de «Hotel California» aunque pocos han llegado a los extremos de virulencia del cantautor de rockabilly-punk Mojo Nixon, que en 1990 publicó una canción titulada «Don Henley debe morir», dedicada al batería y cantante que colideró a los Eagles entre 1971 y 2016 junto al guitarrista Glenn Frey, ya fallecido.

Todo el mundo odia a los Eagles | HENRY DILTZ PHOTOGRAPHY .

Sexo, drogas y ‘soft rock’

¿A qué se debe esa aversión generalizada? El periodista musical Barney Hoskyns (Londres, 1959) aporta algunas claves en el libro ‘Hotel California’, que la editorial Contra acaba de publicar en España, un fascinante y poco complaciente retrato de la muy exitosa escena pop que floreció y se marchitó en la ciudad de Los Ángeles entre mediados de los años 60 y finales de los 70; del folk-rock, el ‘flower power’ y la marihuana al aseado country rock de radiofórmula, las giras en jet privado y las montañas de polvo blanco. El título del ensayo puede pecar de previsible, pero el subtítulo va a por todas: «Cantautores y vaqueros cocainómanos en Laurel Canyon». Los Eagles, claro, tienen gran protagonismo.

Armado con un montón de testimonios obtenidos en entrevistas personales, Hoskyns relata la historia de cómo un grupo de cantautores talentosos y ensimismados (Joni Mitchell, Neil Young, Jackson Browne, James Taylor…), bandas con serios problemas de incompatibilidad personal (The Mamas and The Papas, Byrds, Crosby, Stills & Nash, Flying Burrito Brothers, Eagles…) y astutos ejecutivos se mezclaron de forma incestuosa para convertir el sur de California en el centro del universo pop y luego lo arruinaron todo ante la lúcida mirada de un puñado de francotiradores con pocas ganas de socializar (Phil Ochs, Frank Zappa, Randy Newman, Tom Waits, Warren Zevon…).

Todo el mundo odia a los Eagles

Sufriendo en la valla de madera

Zappa, que residía en Laurel Canyon y solía alternar con la flor y nata del nuevo mundillo pero sin implicarse mucho en sus movidas, fue de los primeros en alertar del rumbo que iban a tomar las cosas. Lo hizo con su proverbial mordacidad al apuntar que la escena pop y folk-rock de la que habían salido grupos como los Byrds, Buffalo Springfield y Love estaba dejando paso a «un prototipo terrible de artista / cantante / cantautor / ser sufridor sensible de pacotilla, apoyado en una valla de madera cortesía del departamento artístico de Warner Bros Records, que tiene la deferencia de alquilársela a todas las demás discográficas que la necesiten para producir su propia versión de la misma mierda».

El dardo estaba impregnado de veneno pero iba dirigido al mismo centro de la diana. En pocos años, la comunidad de artistas blancos instalados en Laurel Canyon, con sus bonitas canciones, su idealismo de bazar tibetano y sus prendas vaqueras, se erigió, a los ojos del mundo, en la encarnación del sonido del sur de California, desplazando al verdadero Los Ángeles multiétnico en cuyas esquinas convivían el rhythm and blues, el doo-wop y la música surfera. Phil Spector, uno de los grandes damnificados por este auge de los cantautores introspectivos que convertía en anacrónicos sus métodos de producción, proclamó en voz alta su impaciencia. «Mira -le dijo a un entrevistador-, me estoy cansando de escuchar los problemas sentimentales de todo el mundo».

Todo el mundo odia a los Eagles

Llegan los tiburones

La ensoñación californiana no tardó en atraer el interés de mánagers y ejecutivos discográficos, que irrumpieron en la escena de los cañones dispuestos a transformar todo aquel movimiento utópico y confesional en una próspera industria. En esa labor destacó David Geffen, un empresario neoyorquino de codicia desmedida de quien el productor Jerry Wexler llegó a decir que «sería capaz de meterse en una piscina de pus para salir con una moneda de cinco centavos entre los dientes».

Con la colaboración de su socio Elliot Roberts, Geffen echó las redes sobre algunos de los artistas más destacados de Laurel Canyon (Joni Mitchell, Linda Ronstadt, Jackson Browne o los altamente disfuncionales Crosby, Stills, Nash & Young) y los convirtió en una especie de aristocracia angelina, aislándolos del mundo e hinchando sus egos a base de lisonjas, dinero, sexo y cocaína. Aquella ingenua comuna hippie que había producido discos de belleza incuestionable se convirtió así en ‘El gran Gatsby’, un lucrativo espectáculo de privilegio y decadencia; una fiesta privada en un reservado para vips en el que sonaban canciones con la emoción más cauterizada que el tabique nasal de sus intérpretes.

Los Eagles fueron el producto más refinado (también el más exitoso) de todo ese proceso de corrupción.

convirtieron el sur de California en el centro del universo pop. 1 Elliot Roberts y David Geffen en su oficina, en 1971.