Es martes, y por eso debería de estar instalado en mi calle el mercadillo ambulante y semanal, una caravana de hombres y mujeres sin apenas procedencia, oscuros pasajeros o, como diría Lorca, de piel aceitunada. Nunca sabré si el próximo martes volverán los mismos. Los que sí regresan son los zapatos alineados, las perchas de las que como en una verbena a plena luz del sol cuelgan sujetadores y bragas; también por las tiendas caminan enfundadas en medias o vaqueros una coreografía de hileras de piernas de maniquí, sin cintura, sin busto. Hay también montones de telas que las mujeres hurgan sin que yo pueda imaginar su utilidad. Algunos tenderetes enseñan relojes que brillan con la aureola de su falsedad o el reclamo de sus marcas. Todo junto desafiaría la retentiva visual del Kim de la India: Sartenes, parrillas, ristras de ajos, pantuflas, carretes de hilo, toallas, sábanas y algo que descubro aunque ya había olvidado, ese maravilloso invento que tanto nos ha solucionado en los viajes: un estuche de imperdibles.
Al doblar la esquina, entre un lado y otro del mercadillo quien que no falta es él. Encima de un cajón envuelto de blanco está el hombre, o lo que sea, todo cubierto de blanco, telas o delantales, todos blancos, también el rostro con crema blanca de ignorada procedencia. Tanta blancura le conviene a una figura estática que quiere ser blanca y, a la vez, invisible, o tal vez con una transparencia que todo lo oculta y todo lo dice: soy nada. Soy nadie.
Esta figura, a la que me atrevo a llamar actor, sólo tiene en común con las estatuas de bronce o mármol su apariencia estática. Aquellos monumentos se levantaron en honor de biografías ilustres, aunque con el tiempo el transeúnte las haya olvidado. Por eso dejan de tener apellidos reconocibles ni aun leyendo la placa explicativa. Pero así querían los ciudadanos o sus gobernantes alcanzar algo tan imposible como moldear en piedra o hierro el paso del tiempo. Y ahora parecen estas estatuas cosas tullidas, oxidadas, mancas.
En cuanto al blanco hombre, o lo que sea, no aspira a la historia sino al anonimato. Como un trapecista o acróbata de circo, toda su maravilla consiste en sostener quieto y durante mucho tiempo un cuerpo, un brazo, un gesto, pero todo sin nombre. Mientras, en un 23 de febrero en algún lugar están celebrando, entre alegría y nostalgia, aquel golpe de estado, o lo que sea. En mis calles también está un mercadillo parecido. O debería estar, pero nada hay por la pandemia; nadie hay.
O sí: el hombre en blanco está. Con la blanca túnica que le hace invisible. O inalcanzable: ahora pienso que se cubre de blanco como si fuera un guardapolvo que le defiende del ruido de gentes que pasan sin verlo.
Yo mismo, cuando estoy lejos, me pregunto no ya si lo he soñado sino algo que preocupa más: ¿dónde estará nadie?