C reo ciegamente en la libertad de expresión, más cuando va asociada a cualquier tipo de manifestación artística. No quiero que ningún artista acabe en la cárcel por su obra, por cutre, rastrera o repugnante que sea. Considero el castigo absolutamente desproporcionado. También les digo que las cosas se pueden decir con más o menos gracia, o con una mayor o menor complejidad estética, conceptual o metafórica.

No me gusta el hip hop, pero adoro a Los Chikos del Maíz. Creo que es por las referencias culturales que manejan, su arrollador discurso claramente marxista y su inagotable fe combativa. No me considero un izquierdista radical, no comparto algunos de sus postulados, pero me son atractivos porque hacen canciones como soles. En su magnífica «Anatomía de un asesinato» dicen que el cuello de Cayetana Álvarez de Toledo pide guillotina. Es una perfecta acrobacia dialéctica que encierra conceptos como revolución, cambio de régimen o la aristocracia como ejemplo de desigualdad e injusticia social. Si algún desalmado la degüella, ¿son culpables los raperos valencianos?

En la maravillosa «Actes d’amor», de Senior i el Cor Brutal, Miguel Ángel Landete se pregunta si una acción violenta contra un sistema económico antisocial y egoísta puede ser, en el fondo, un acto de amor para defender a los tuyos de la picadora de carne que sólo favorece a unos pocos criminales corruptos, que casi nunca obtienen su merecido al estar protegidos por unos resortes que ellos mismo construyeron. Habla del atentado contra Carrero Blanco y llama «fill de la gran puta» a un ministro. Si un jubilado se carga de amonal y vuela la sede de un banco o la delegación de Gobierno, ¿es Landete el autor intelectual de los atentados?

Los artistas son la conciencia de una civilización y, a veces, lo que nuestra conciencia nos dicta no es agradable, pero no por ello debemos amordazarla si no queremos convertirnos en psicópatas. Cineastas, escritores, músicos, dibujantes… necesitan libertad total para crear, explorar, interpretar, inventar, imaginar, criticar y enfrentarnos a nuestras contradicciones. Sus herramientas no pueden verse disminuidas por leyes reaccionarias que son reflejo del miedo que una generación tiene a la siguiente, descontenta y deseosa de cambios. Ellos, que nunca incitan al odio, se ofenden porque algunos injurian a figuras medievales, seres imaginarios, trozos de tela, símbolos que parecen estar por encima de las personas. A otros nos ofende el latrocinio institucionalizado, el abuso de poder, el hambre en la puerta de casa, el fascismo, la demagogia y la soberbia; pero, sobre todo, que nos tomen por imbéciles.

Las blasfemias de Willy Toledo, los tuits de Strawberry, la procesión del coño insumiso, los titiriteros de Madrid, Hasél o Valtonyc no merecen el talego. Yo tengo la suficiente convicción democrática para soportar mensajes abominables o expresiones artísticas que me repugnan, sin pedir cárcel por ello, vengan de cualquier extremo del espectro ideológico. Quiero poder verlas, escucharlas, leerlas sin que las prohíban, secuestren o priven de libertad a sus autores. Y después, ya reiremos, lloraremos, criticaremos o sencillamente comprobaremos cómo ese nazi, estalinista, independentista, animalista, neoliberal, abertzale, musulmán o católico queda retratado como un repulsivo, estúpido y cruel ser humano.