Nunca ha habido un tiempo como éste tan fanático de las cifras. La pandemia ha convertido la enfermedad y la muerte en tantos por ciento y es como si las matemáticas fueran algo sin nada dentro. A mí no me gustaban las matemáticas cuando era un crío, pero tengo grandes amigos que cuando hablan de números en sus clases o en la terraza de un café (con mascarilla, por supuesto) es como si estuvieran recitando, llenos de emoción, un poema de Violeta Parra. El teorema de Pitágoras lo entendía porque lo escuchaba en una canción de Los Milos, pero cuando me lo explicaban en la pizarra de la escuela era como si me hablaran en la lengua del travieso pangolín. Reducir la vida y la muerte a una cifra es como dejar sin alma las palabras. Veo y escucho los gráficos de la televisión, tan bonitos y tan atractivos, y siento que en la frialdad de esos números no palpita ningún dolor, el más mínimo roce con una realidad que nos llena de rabia y nos rompe el corazón, como pasa tantas veces en los tangos de Polaco Goyeneche. Lo mismo pasa cuando las mujeres asesinadas ven cómo sus nombres, demasiadas veces, se ven reducidos al rutinario frío de las estadísticas.

Lo que espanta no son las cifras de esa crueldad. Lo que asusta es que nos den igual ocho que ochocientas. Braman los wasaps adolescentes exigiendo que si no eres mía no serás de nadie. Aún estamos así y esos de Vox -con la ayuda o el silencio cómplice de sus socios en algunos gobiernos- gritando sin parar que los crímenes contra las mujeres son como un doméstico rifirrafe familiar. Miren lo que dijo hace unos días un tipo llamado Rafael Azor, concejal de ese partido en la localidad granadina de Baza: «al frente de ese día 8 de marzo hay mujeres que no son mujeres». O esto otro del mismo repertorio: «A las mujeres de verdad les gusta que las piropeen los hombres». Chulo el tío, ¿no? Hablan del amor esos canallas y es como si el amor fuera para ellos el territorio cruelísimo del despojamiento, la carnaza con que ceban su anacrónica cultura de la desigualdad, el gancho donde cuelgan sus trofeos para dejar bien a la vista que es ésa la suerte que le espera si se pone farruca la desobediencia.

Han pasado muchos años desde que la libertad de las mujeres era un cuerpo atado a la pata de una cama. Por si acaso alguna rebeldía insospechada cambiaba el orden de los cubiertos en la mesa o los horarios del sueño para que el sueño no se convirtiera, a los pocos minutos de cerrar los ojos, en una pesadilla. Hoy, tantos años después y tantas odas exaltando las cualidades de nuestra democracia, la pata de la cama sigue con la cadena dispuesta a sujetar lo que haga falta. Esa amenaza persistente: que lo sepan, que lo sepan bien esas mujeres que toman la voz en la plaza pública y no saben que aquí la voz sigue siendo la del dueño de la hacienda, aunque la hacienda sea una hacienda de mierda y los dueños unos idiotas que, como ese tal Rafael Azor, se creen el sheriff de Dodge City.

Las cifras de la barbarie machista son escalofriantes. Pero la dimensión exacta de esas cifras nos golpea cuando descubrimos en ellas los profundos submundos del infierno. Que la vida en común es difícil no lo niega nadie. Compartir un sitio, en nombre del amor o de otra cosa, es una historia para la que se requiere un largo, inacabable aprendizaje. Nadie nace sabiendo, ni del amor ni de nada. Poco a poco vamos creciendo con la voluntad, al menos, de que ese crecimiento nos haga más iguales en todo, de que esos adolescentes que presumen de machitos sepan de una puñetera vez que los wasaps de esa chica a la que dicen que quieren con locura sólo son propiedad de quien los escribe, de que la pata de la cama sirve sólo para que esa cama no se descalabre abruptamente si le serramos una de las patas.

Mañana es lunes, 8 de marzo. La voz de las mujeres ya no se ata a otro palo que no sea el de sus derechos felizmente irrefutables. «El horizonte está a nuestros pies para vivir», escribe Mary Norbert Körte en un poema de los años sesenta del pasado siglo, cuando aquello de la Generación Beat. La voz de las mujeres, pues, para gritar la vida. Malditos sean esos que se la quitan porque les da la gana y convierten su crimen en una muestra patética, cobarde y victoriosa de su pelo en pecho. Malditos sean.