No me acordaba. El tiempo pasa y al final lo que recordamos es una mezcla confusa de realidad y de invenciones. Con esa mezcla se construyen las novelas. Y las películas. Incluso algunas veces, aunque parezca raro, también nuestras vidas. Escribo esto porque hace unos días leí lo que había escrito en este diario Tomàs Roselló sobre la película ‘Tranvía a la Malvarrosa’. La dirigió José Luis García Sánchez en 1996 y estaba basada en la novela que con el mismo título había publicado Manuel Vicent en 1994. Hace ya veinticinco años que se rodó esa película. No me acordaba y de repente me vinieron a la cabeza dos tiempos distintos: la tarde en que presentamos el libro en València y la de dos años después -o tal vez menos- en que acompañé al director a la búsqueda de algunas localizaciones para el rodaje. Me hizo gracia que, como resultaba difícil encontrar un bar que sirviera para varias secuencias, me dijo: mejor lo «construimos» y acabamos antes.

El cine tiene esas cosas. La magia maravillosa de las mentiras. El conejo blanco que antes de salir de la chistera del mago era un colorista grumo de confetis. La ternura enamorada de King Kong ametrallada con aviones de juguete en una sencilla estructura de madera que no tenía nada que envidiar al auténtico Empire State Building de la ciudad de Nueva York. No recuerdo muy bien la película. De lo que más me acuerdo es de Vicentico Bola, un personaje que era como un globo y le gustaba llevar a los chicos jóvenes al barrio chino de Valencia y se hacía pasar por secretario del Gobernador Civil en los clubs de alterne de la capital. También me acuerdo de que Ariadna Gil hacía de la China, una chica rara que se pasa el tiempo esperando el regreso de su novio muerto.

Dos años antes -o tal vez menos- habíamos presentado la novela en la librería Crisol de Valencia. Estaba en el antiguo cine Goya y para acompañar al autor, ahí estábamos Andreu Alfaro, Maribel Verdú y yo mismo. Tampoco recuerdo los detalles, pero seguro que allí no cabía un alma. Y seguro, también, que aquello estaba a tope porque la gente quería ver a Maribel Verdú, que entonces, a sus veinticuatro años, ya era muy famosa. El propio Manuel Vicent decía que ella podría ser la auténtica Marisa que aparecía en los sueños del protagonista de su novela. Ya digo que se me borran los detalles. Sí que recuerdo, aunque vagamente, que Andreu hizo un canto a la amistad, a los tiempos en que gente como Joan Fuster, Vicent Ventura y él mismo se juntaban en las tertulias de Casa Pedro -y creo recordar que también en la novela y la película- para ver de remendar aunque fuera un poco la mierda de mundo que era el de aquella dictadura, hoy tan olvidada, de los años cincuenta del pasado siglo. Hace ahora poco más de veinte años que se murió el artista inolvidable y me gusta recordar que la amistad de la que hablaba Andreu Alfaro es la misma que en el taxi de Agapito o la vespa de Vicentico Bola recorría las páginas de la novela. A mi lado, Maribel estaba nerviosa, como un flan. Era como si al sacarla de las cámaras se le hubiera abierto un vacío en el que perdía pie como una colegiala. Digo colegiala y ahora descubro por qué: tengo aquí mismo las fotos que hizo el Flaco aquella tarde y así iba vestida, como entre un uniforme de la tuna y el igualmente púdico de un colegio de monjas. Leyó finalmente, con un aplomo de actriz grande, un pasaje protagonizado por la China.

La portada y las páginas de ‘Tranvía a la Malvarrosa’ se han vuelto amarillas. No he leído de nuevo la novela para escribir esta columna. Tampoco he revisado la película. La memoria sirve para eso, para hacer que el tiempo regrese tal como fue y tal como lo inventamos. La librería Crisol y muchos sitios que salen en la película y en la novela han desaparecido. Los viejos tranvías, también aquel número 2 que, en la mente del joven Manuel, cogía Marisa para ir a la playa de las Arenas, a saber en qué museo andarán o en qué desguace donde los recuerdos, hasta los más hermosos, se convierten en chatarra. Esta columna es una manera de que los que me traen la novela de un amigo y la película que otro se inventó con bares que parecían de verdad no se me vayan nunca de la memoria.