Madrugaba mucho. Cuando abría la ventana se colaban en la habitación los autos que pasaban a toda pastilla por el Boulevard Jourdan. Más arriba, los traqueteos del Metro con parada en la Cité Universitaire. Hace muchos años de aquel verano. Cuando miras atrás, siempre hace muchos años de lo que recuerdas. Pero la mirada atrás no me interesa si no la cuadramos, por más que desordenadamente, en el presente. Escribimos desde hoy. Ahora mismo desde esa tristeza infinita que sigue llagando el cuerpo y el alma de la gente.

Acabo de leer un libro fantástico que se titula Hotel California. Cantautores y vaqueros cocainómanos en Laurel Canyon y trata de la música que se empezaba a crear a mediados de los años sesenta del pasado siglo en la costa Oeste de los EEUU. El folk se mezclaba con el rock y el country se sumaba a esa mezcla para dar paso a uno de los momentos más espectaculares de la historia de la música. Todos los nombres míticos de la escena americana y algo de la inglesa de aquellos años tienen su estrella en Laurel Canyon, las colinas terrosas que se levantaban a las afueras de Los Ángeles. Desde Cass Elliot y Linda Ronstadt a los Byrds y el protagonismo casi en exclusiva de Joni Mitchell, pasando por montones de grupos y solistas que harían historia, la lectura se va llenando de recuerdos memorables. No faltan los Rolling Stones, bueno, Keith Richards y Mick Jagger, sobre todo el primero, a la hora de andar por todos los saraos y de meterse lo que hiciera falta, aunque a veces el cuerpo acostumbrado a todo se doblara en dos como el cuello de un pájaro moribundo. Siempre que salen los Stones me llama la atención que casi nunca aparezca el nombre de Charlie Watts, el batería del grupo. Tal vez porque el batería siempre ocupa el lado en sombras del escenario, fuera de los focos. Como si no existiera. Lo mismo pasaba con Ringo Starr, menos cuando le tocaba cantar como voz principal alguna de las canciones de los Beatles.

Me lío como la pata de un romano y lo que quería decir es que la lectura de Hotel California, tomado el título de la canción de los Eagles, me ha llevado a un verano en que las calles de París eran para mí como un planeta aún por descubrir. Escribía desde muy temprano y luego me lanzaba a patear sin rumbo las calles y las plazas, como dicen Baudelaire y Walter Benjamin que hay que conocer una ciudad. Me paré delante de un escaparate y al poco se me puso al lado una pareja cargada con bolsas de tiendas caras, vestidos como si fueran a una fiesta de lujo veraniego. Enseguida pensé que al tipo lo conocía de algo. Un lustroso traje de color claro y una corbata que, ni en sus mejores tiempos, Zaplana se le hubiera podido comparar. Se fue la pareja y yo anduve con la idea enroscada en la cabeza de por qué me sonaba el careto del personaje. Al rato me había detenido en la explanada del Pompidou, delante de un artista del hambre que se ponía delante de la cara un marco y ésa era su obra maestra: su propio rostro, como si fuera el autorretrato de Rembrandt o Velázquez. Y fue allí cuando me vino el respingo: el fulano que estuvo a mi lado con su pareja era Charlie Watts, el batería de los Rolling Stones. Siempre fue el más serio del grupo. Pero vestido así, como un pincel de alta costura, nunca me lo hubiera imaginado. Tengo mis mitos, como todo el mundo. Y si me hubiera dado cuenta de que mi vecino de escaparate era Charlie Watts, seguro que le hubiera pedido un autógrafo. Y eso que soy más de los Beatles que de los Stones. Pero el callado batería, oculto en esa seriedad que lo convertía en el último de la fiesta, siempre fue uno de mis ídolos más indiscutibles.

Escribir aquí de un libro fantástico y de un lejano verano en París, en medio de tanta tristeza y tanta incertidumbre, es un gozo que ya he escrito otras veces y la versión de este domingo va por ustedes. Si para acompañar la lectura se enchufan al oído Honky Tonk Women, con la batería de Charlie Watts a tope en el comienzo, ya será el colmo de la satisfacción. O eso creo…