La moda es una manera de esconder la realidad. Para que algo se vuelva invisible, lo mejor es ponerlo de moda. Así sólo veremos la superficie, lo que salta más a la altura de nuestros ojos, lo que nos venden como si en la compra de un auto entrara también, en el colmo inagotable de esa publicidad machista que no cesa, la de esa mujer que se sienta en el capó con una tentadora indolencia. La inmensa belleza de la montaña de hielo escondía el monstruo submarino que acabó con la gallardía del Titanic. ¿No sería el barco lujoso el auténtico monstruo, el desafiante capitán Ahab a bordo del Pequod lanzado obsesivamente a la caza vengativa de la ballena blanca? Lo que se ve es el telón de fondo donde están dibujadas las Montañas Rocosas en las películas del Oeste. Sin embargo, lo importante es lo que se oculta, lo que permanece fuera de foco, eso que la fotografía ignora porque es mejor sacar una sonrisa profidén que una mueca de disgusto. Los pueblos pequeños se han puesto de moda para ocultarlos, para reducirlos a la imagen vintage en un documental o en un reportaje de televisión. Dos abueletes con boina y con garrote sentados en la fuente de la plaza y ya tenemos la famosa España vacía -vaya embuste tramposo esa denominación- en todas las casas del mundo mundial. Sólo falta que los hagan cantar, garrote en ristre, el himno de la resistencia antiesclavista que popularizó Joan Baez en los años sesenta: ¡No nos moverán!

La palabra de moda: el despoblamiento. Desde todas partes nos llega el eslogan: hay que salvar los pueblos pequeños. Y empiezan a llegarnos ideas rarísimas para conseguir esa salvación. Son ideas que surgen de los despachos urbanos, de una nueva casta que tiene una visión romántica de lo rural: el buen salvaje que heredó el paraíso terrenal. La naturaleza en estado puro contra la contaminación de las grandes ciudades. Un lugar para vivir más tranquilos que un náufrago en una isla desierta. La biblia en pasta de la modernidad: nada como vivir en un pueblo. Vamos todos a los pueblos entonando cánticos de boy scout, como si los pueblos que se mueren de abandono fueran un divertido campamento de verano.

El lunes pasado se fue la luz en varios de esos pueblos. También en el mío. Más de seis horas desde la tarde hasta la madrugada. Sólo unos días antes sucedió lo mismo durante casi tres horas. Además de esas averías tan largas, están los miniapagones: la luz se corta unos minutos y vuelve, eso sí, con el consiguiente quebranto para los ordenadores, las teles, las estufas, los electrodomésticos. Eso suele pasar varias veces por semana y en ocasiones varias veces al día. A Iberdrola le importa un pito ese padecimiento. Eso sí, si no pagas un recibo, te dejan a oscuras sin contemplaciones. Y ponte a reclamar contra el imperio de las eléctricas, unas eléctricas llenas de altos cargos políticos que, cuando abandonan esos cargos, cobran sueldazos de vergüenza en sus consejos de administración, con Felipe González, Aznar y muchos ministros a la cabeza. Los ayuntamientos, las mancomunidades, tendrían que levantarse en rebelión contra esos atracos a la dignidad que sufren sus menguados vecindarios.

Las grandes planificaciones contra el despoblamiento poco tienen que ver con nuestra más cruda realidad. Que qué realidad, pues ésta: transporte público casi inexistente, servicios sanitarios de atención primaria (mejor dicho: precaria) dejados en las manos del esfuerzo sacrificial de sus magníficos profesionales, telefonía móvil que se parece mucho a los tamtam de la selva, servicio de internet (quien lo tenga) con más caídas que un boxeador sonado en la lona del ring, una red eléctrica que ya iluminaba las cuevas de Atapuerca, la ausencia de un simple cajero automático que permita sacar dinero a quienes nos visitan y a quienes, mensualmente, retiran esas pensiones que son, por otra parte, el único ingreso de muchísima gente. O sea, que lo que tendrían que hacer las autoridades políticas y los que viven de inventar soluciones salvadoras para los pueblos pequeños tendrían que saber una cosa fundamental: mientras en esos pueblos no tengamos los mismos servicios públicos que quienes viven en las grandes ciudades, apaga y vámonos. A partir de ahí, de ese reconocimiento, ya podrán diseñar planes estratégicos de campeonato para que la despoblación sea derrotada. Pero sólo a partir de ahí: lo demás, bufas de pato.

Y a esa nueva casta neorural, una sugerencia: antes de convertirse en poetas románticos imagínense vivir en unos pueblos donde a dos por tres se han de alumbrar con velas o un pequeño farol de camping gas. ¡Viva el mundo rural, ¿no?! Pues viva…