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Crítica

Cuatro mentes y ocho manos

Hace décadas no era habitual escuchar a los muy jóvenes ante públicos exigentes. Niños superdotados siempre los hubo: Mozart y su codicioso padre, la venezolana Teresa Carreño, quien con 11 años ya tocó en la Casablanca invitada por Lincoln y más cercanos Pierino Gamba, Martha Argerich o Midori, y entre nosotros, los Iturbi o Guillermo Cases.

De ahí que la capacidad artística sea prácticamente ilimitada entre las nuevas generaciones porque se enseña mejor y se aprende muy diferente que hace 80 años. Formado por jóvenes de Cataluña, València y Madrid, el Cuarteto Vivancos muestra un trabajo meditado, fruto del estudio artesano, emparejando la habilidad técnica junto a la comprensión de unos pentagramas construidos por y para cuatro mentes y ocho manos, a las que hay que poner de acuerdo dejando el protagonismo en el estuche.

Desde el Beethoven inicial del Cuarteto op. 8, nº1, que sirvió para tensar cuerdas y dominar la acústica, los Vivancos ejercieron complicidades en cada movimiento en los que el compositor disfruta (y con ellos los intérpretes) jugando con el tono principal -fa mayor- y su relativo -re menor- para insuflar contundencia desparpajo, melancolía y exuberancia. Nada de esto hubiera existido sin la minuciosa prestancia de estos noveles músicos que convencieron a los socios de la SFV, ya que si eso es ahora, pensemos como tocaran dentro de 10 años.

Shostakovich, en su Cuarteto nº 8, Op. 110, crea una atmósfera tenebrosa desde los primeros compases del Largo inicial a base de una sucesión de insólitos intervalos que van cargando el ambiente hasta estallar en el Allegro molto que poco a poco puso a los intérpretes al borde de un ataque de sostenidos, bemoles y becuadros, todo perfectamente ordenado por el autor y que Prim, Sanchis, Megías y Tejedor controlaron con complicidad y sin fisuras. A falta de bis, repitieron el Allegro molto. Larga vida a los Vivancos.

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