El disco pedía calle, sol, parque, terraza. Había algo obsceno, antinatural y dañino en escucharlo encerrado en casa, mirando las paredes, tendiendo, poniendo el lavavajillas, hablando solo, al borde de la enésima crisis nerviosa en este año de mierda. Afrontando las tribulaciones de la mediana edad, ahogado por obligaciones, responsabilidades o sencillamente el devenir del día a día en una nueva y estúpida normalidad que nos abofetea con constantes giros argumentales. Soportando una avalancha sentimental, un derrumbe existencial cada veinte minutos. Intentado sobrevivir a esa cadena de malas noticias, depresiones, ansiedades, tristeza, aislamiento y apatía que emanan de tertulias, informativos, titulares y redes sociales. Engrosando las filas de la gente poco especial, de los comparsas calladitos como Quique en ‘Verano Azul’. De todo esto habla Luis Prado en el Tsunami Emocional.

No se asusten, el disco es directo, inmediato, contiene música soleada, alegre, llena de melodías magistrales, bellos coros, teclados preciosistas y ritmos rápidos, contundentes y saltarines. Los exquisitos arreglos de cuerda, vientos y guitarras matizan y texturizan un menú pop de autor setentero tan perfecto que, inevitablemente, te deja con hambre. Y, pese a todo ello, es violento. Duele. Como la verdad. Como la vida misma.

Trata de una generación antiheróica contaminada por el autoengaño y las falsas promesas, de lo mal que funcionamos bajo presión, de la procrastinación, de la autodestrucción por abandono, del sectarismo, del odio y del rencor. Habla de nosotros aquí y ahora, maldita sea. De un futuro que, sin avisar, se fue a tomar viento con el puto bicho y nos dejó como el gallo de Morón. Por eso sus canciones son mordaces y tienen tintes de humor amargo, como en la hermosamente cruel «No puedo olvidarte». Así, Prado ronda la broma macabra en «Te vi Terraplanista» o en la acertadísima y descarnadamente trágica «El fin del mundo es ya». Las otras ocho piezas son igualmente soberbias. En todas ellas, el ex Señor Mostaza y colaborador habitual de M Clan, Miguel Ríos, Tequila o Fito tira de ironía, Beatles, Kinks y la ELO para garantizar treinta y siete minutos de felicidad, siempre que sepa reírse de usted mismo para iniciar una catarsis que, posiblemente, le deje tirado llorando en el sofá o en un banco del parque.

Van Morrison defendía el poder sanador de la música. Este disco es, cuanto menos, terapéutico porque habla de nosotros sin tapujos ni paños calientes, como aquellas conversaciones con tu mejor amigo un viernes por la tarde, cuando rozabas la treintena y los fines de semana eran infinitos. Confesando, entre risas y lágrimas, inquietudes, éxitos y fracasos, baches emocionales, naufragios relacionales, pero también ilusiones, alegrías, esperanzas, anhelos y confianza en el futuro. También es cierto que cuando un artista habla de usted con la profundidad y exactitud de Prado, voceando a los cuatro vientos sus secretos y sentimientos más íntimos, es lógico que sienta agitación y repulsa. Que se crea poseído. Relájese, esta obra maestra del pop también funciona como exorcismo purificador. Además, no tiene los efectos secundarios de los realities, las sectas, los psicofármacos o las elecciones, y es mucho más divertido, edificante y revelador que un libro de autoayuda.