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MÚSICA CRÍTICA

Los mismos perros...

Imagen de la representación de «El barberillo de Lavapiés» en el Palau de les Arts de València. | LES ARTS

Mi primera zarzuela. Creía que no me gustaría porque las tengo asociadas al franquismo y siento un rechazo visceral… Pero, a la espera de tu opinión, anoche disfruté viéndola». Es el WhatsApp de una amiga entusiasmada, el viernes, tras el estreno de El barberillo de Lavapiés en el Palau de les Arts. El mensaje podría haber sido escrito por muchas otras personas, por miles y miles de españoles que también asocian el género lírico español a las décadas de represión, cutres y en blanco y negro, de censura y morcillas contenidas, en los que la dictadura franquista se apoderó de la zarzuela para convertirla en rancio símbolo de una España de pandereta, yugos, flechas y hasta aguilucho.

Obra maestra de un género cuya existencia se remonta al siglo XVII, a la época dorada en que Lope y Calderón escribieron los primeros libretos, El barberillo de Lavapiés ha recalado finalmente en el Palau de les Arts, de la mano escénica de Alfredo Sanzol y musical de Miguel Ángel Gómez Martínez. En el reparto vocal se impuso por goleada el barítono coruñés Borja Quizá, cuya vis cómica va como anillo al dedo al brillante Lamparilla, el castizo trasunto madrileño del rossiniano Fígaro, el inmortal barbero sevillano. La crítica política, social, la típica dicotomía pueblo llano y aristocracia, son elementos sustanciales en las que el genio musical de Barbieri y el libreto convencional y recurrente de Luis Mariano de Larra -hijo del gran Larra- cristalizan en tres actos de perfecto ritmo dramático y un pentagrama cargado de brío, seducción, oficio e inspiración.

Los tópicos del libreto, ambientado en la España de Carlos III, son tan actuales como lo fueron ayer y lo serán siempre. Los políticos, dicen en El barberillo, son «como siempre, los mismos perros, pero con distintos collares», y etcétera, etcétera. La eterna canción. Sí, pero expresada con gracia, chispa y, sobre todo, con una fina y refinada música que ennoblece todo. «Una obra brillante, de gran calidad musical y llena de ingenio a raudales», como el viernes explicó en estas mismas páginas el propio Gómez Martínez.

Fue precisamente el director granadino quien impuso e impulsó el arraigo musical de Barbieri con lo mejor de la tradición musical española de la época. La jota y las continuas referencias a giros, ritmos y danzas populares fueron restituidas a su condición original y desprendidas así de hojarascas adheridas con el tiempo. Fue una lectura briosa, limpia y transparente, en la que el gobierno maestro de Gómez Martínez -seis años titular del Teatro de la Zarzuela- y la calidad de la Orquestra de la Comunitat Valenciana fueron la base de una visión cuya calibrada calidad en absoluto mermó el intenso sabor popular y costumbrista que destilan letra y música.

El estupendo movimiento escénico se desarrolla ante una escenografía negra hasta lo tenebroso, basada en enormes módulos movedizos igualmente más negros que el carbón, que chirrían con el pulso luminoso y radiante de la escena, iluminada con prudencia quizá excesiva por Pedro Yagüe. A destacar, como contraste, el vistoso y pertinente vestuario de Alejandro Andújar -autor también de la lúgubre escenografía- y, sobre todo, la estupenda coreografía de Antonio Ruz.

En el plano vocal, además del ya mencionado sobresaliente Lamparilla de Borja Quiza, intervinieron la mezzosoprano Sandra Ferrández, que brilló más por sus dotes actorales y declamatorias que por su interpretación vocal, en la que no desperdició su momento de gloria con su romanza de entrada, la famosa canción «La calle de la Paloma». Algún despiste y desajuste no emborronó una actuación que en ocasiones recordó su aplaudida interpretación de Raimunda en La malquerida de Penella hace ahora exactamente dos años, en el mismo Palau de les Arts.

El resto del reparto cumplió con profesional corrección. A la cabeza, la cumplidamente cantada Marquesita de la soprano barcelonesa María Miró, el Don Luis de Haro de Javier Tomé (bilbaíno y ex miembro del entonces Centre de Perfeccionament Plácido Domingo) y el Don Pedro de Monforte (nada que ver con José Carlos Monforte, director general del Palau de les Arts) de Abel García. Una vez más, el Cor de la Generalitat dejó en su importante cometido constancia de su clase, capaz incluso de aguantar una gestión que parece empeñada en destrozar lo esculpido en tantos años de bienfacer. En noche tan redonda, hasta la Rondalla Orquesta de Plectro «El Micalet» sonó a gloria. El éxito, rotundo y sin reservas, reivindica la vigencia de un género que pide a melodías su espacio en la vida musical de la España del siglo XXI. Que la amiga «disfrutona», y las amigas de la amiga y así sucesivamente, puedan todas -y todos- seguir descubriendo el hoy velado tesoro de la zarzuela.

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