“En el flamenco, cuando se canta, sale el fantasma y también el bufón que todos llevamos dentro y, paradójicamente, por ello se está más cerca de la verdad. No hay nada menos oculto que cantar enmascarado. Desnudarse significa quitarse nudos, pero también portar tus vergüenzas al aire”, escribe El Niño de Elche en su libro In memoriam. Posesiones de un exflamenco (Hurtado & Ortega, 2020).

Y eso mismo logró ayer Francisco Contreras Molina: desenmascararse en el último concierto del ciclo “Les Arts És Flamenco” en el Teatre Martín i Soler. Y desnudarse, también. Porque a los pocos segundos de aparecer en escena se quedó en calzoncillos para “vestirse de cantaor”.

El artista alicantino, que agotó todas las localidades en su debut en el Palau de les Arts, impactó con un flamenco radical, experimental y libre. Quizá abarrotó el auditorio aupado por el impulso de su nueva colaboración con C. Tangana, en su disco El Madrileño.

Su cante, aplomado y valiente, está basado en la anomía, en esa ruptura de la norma que busca la revolución más auténtica. Pero esa rebelión está a medio camino entre el esperpento y la propia norma. Y ahí radica su importancia: en ser fiel a sí mismo dentro de esa imperfección, sobre la circunferencia de esa transgresión.

Como si fuera un ataque de dignidad y pasión, ayer desafió en público a la raíz más pura del flamenco con su Antología del Cante Flamenco Heterodoxo (2018). Una actitud loable y sin duda merecedora de elogios dada la catadura moral de los más clásicos: “Voy más allá de la vanguardia. El flamenco es mucho más que toque, baile y cante. Busco sus formas, cómo se manifiesta”, expuso cuando saludó al público.

Pero no hay que olvidar que las huellas que siguió para encontrar la esencia de su música, como él mismo asegura en el mencionado libro, son las rumbas de Parrita o de Los Chunguitos, así como las bulerías de Camarón o el cante de El Turronero. Es decir, El Niño de Elche ha encontrado las formas de su insurrección “ex-flamenca” en los más puros.

Con una voz musculosa y flexible, que traía una fuerza como de barlovento y que salía de una boca rota de rabia y orgullo, impactó a los aficionados más puristas y agradó a los hípsteres. Así ocurrió con la canción inicial La Farruca de Juli Vallmitjana, un tema en catalán de un poeta que realizó un breve diccionario caló-catalán, la única fuente escrita en esta lengua. Y también en el Recitando de Eugenio Noel, un escritor que predicó en contra de los toros y el flamenco pero que no perdió la oportunidad de fotografiarse junto a los diestros más importantes de su época como Rafael El Gallo porque en su juventud quiso ser torero. Así lo recuerda en su Diario íntimo (Almuzara, 2013):Cuando Pastora levanta los brazos, su baile abre ante vuestros ojos una plaza de toros, un día de sangre”, cantó el músico ilicitano mientras bailaba Alicia Acuña.

Te puede interesar:

Su música, retorcida y convulsa, se agitaba con la angustia de su vacío, como queriendo romper las ligaduras que aprietan el corsé del flamenco clásico, y llegaba al público con una fuerza misteriosa de invisible llanto gracias a ese himno eclesiástico como El Prefacio de la malagueña de El Mellizo o las Seguiriyas del silogismo cantadas en latín.

Estuvo acompañado por Raúl Cantizano en la guitarra y la percusión; Alejandro Rojas-Marcos en el piano y el clavicordio; y Alicia Acuña en el cante, las palmas y el baile. Acabó “la verbena” -como él mismo definió su concierto- extenuado con la Rumba y Bomba de Lola Flores, otro recuerdo a un portento clásico del flamenco. Porque manosear las raíces no significa olvidarse de ellas. Eso demostró ayer El Niño de Elche.