Ya no sé cuál fue su último libro. Todos están conmigo desde hace muchos años. Sus libros de poemas. Sus novelas. Esos otros que andaban a medias de toda esa literatura que José Manuel Caballero Bonald hizo grande con todo lo que escribía. Su generación era la de los 50. Una generación llena de genios y muy dispar en lo que tocaba a posicionarse más o menos frontalmente frente lo que pasaba en aquellos años de la dictadura franquista. En un lado escritores adscritos al realismo social como Jesús López Pacheco, Armando López Salinas o Antonio Ferres. En el otro, nombres como los de Juan García Hortelano, Carmen Martín Gaite, Ignacio Aldecoa, José Ángel Valente y otros que enfrentaban aquel tiempo desde perspectivas más estrictamente literarias, dicho esto desde el más absoluto respeto y reconocimiento a lo que unos y otros escribían.

Conocí a Caballero Bonald hace muchos años. Lo he dicho y escrito muchas veces: ha sido uno de mis escritores más admirados y uno de los amigos a los que más he querido hasta ahora mismo. Era un gozo compartir con él ratos de tertulia, una comida o una cena, la mesa de un congreso en que hablábamos casi siempre de eso que entonces aún no se llamaba memoria histórica. No sé si he conocido a alguien con más tiempo acumulado en sus espaldas. Y que con más optimismo escribiera sobre ese tiempo ya convertido en pasado y el que teníamos por delante. Ahí ese título magnífico, poco recomendable para asustadizos hipocondríacos: Somos el tiempo que nos queda.

Se acaba de morir en Madrid este domingo 9 de mayo, y escribo esto apresuradamente, casi de memoria, saco algunos de sus libros, los que tengo más a mano aquí en Gestalgar. Los otros están en la casa de Valencia, ocupando casi una estantería entera: escribió tanto y nada de lo que escribió es pasto de baratija alguna. Releo las dedicatorias, esa letra casi de médico, casi indescifrable, a trazos grandes siempre, como escritas las palabras con una energía que nunca supe de dónde sacaba con los años que ya llevaba encima. Creo que Desaprendizajes fue uno de sus últimos libros. Aunque sin tenerlos todos delante es difícil saberlo. Y no quiero recurrir a la wikipedia. «Es probable que las mentiras peores sean las propaladas por quienes se enmascaran con la túnica asfixiante de la verdad», escribe en ese libro de 2015 y parece de ahora mismo. O esto otro, lo mismo de actual: «Me arañan todavía las espantosas uñas que exhiben de continuo los que ofician alrededor de la barbarie». Nunca soportó a quienes creían saberlo todo. Los llamaba imbéciles. Les dedicó muchas de sus páginas. Para él lo más de lo más era la incertidumbre, la falta de certezas, la necesidad de reconocernos en ese camino siempre titubeante de la duda. Anduvo mucho, Caballero Bonald. Vivió mucho. Compartió con sus amigos noches y días de padecimientos y también muchas sobremesas de divertimentos a destajo. No sé si me he reído más en mi vida que la noche en que me toco cenar entre él y Ángel González en una larga mesa de amigos en Madrid. Es que no paraban de contar los dos, y de contarse a sí mismos, unas historias interminables de colegueo casi adolescente. Al entrar en aquel restaurante, iba él con Pepa Ramis, su mujer, me agarra del brazo y me suelta: «¿has visto que te saco en mis memorias?». Pues claro que lo había visto. Dice en La costumbre de vivir, su segundo volumen de memorias: «Escribía Alfons Cervera que más allá de los recuerdos no hay nada, lo que viene a ser lo mismo que estoy tratando de argumentar». Estoy convencido, y así se lo dije, que esa frase la había escrito yo en alguna parte, pero tenía la sospecha de que era suya, que en alguna ocasión fue él quien me había dicho eso de los recuerdos. Lo negó. «Es tuya», sentenció. Se me puso el pecho como un pavo de tanto orgullo.

He leído y releído sus libros de poemas, sus novelas, la memoria que llena varios tomos que aún podrían haber dado más de sí con tanto tiempo acumulado en la vida tan larga de Pepe Caballero Bonald. Nunca llegó a ser miembro de la Real Academia Española (RAE). No lo admitieron. Les daba sopas con onda -y se la sigue dando- a muchos de los académicos. Pero creo que en dos ocasiones le negaron el sillón que más que ningún otro escritor se merecía. No importa, claro que no importa. Su escritura está por encima de esas fanfarrias que poco tienen que ver con la lengua y con la literatura de verdad. De las dos sabía mucho. Y de esa sabiduría intentamos mucha gente aprovecharnos leyendo todo lo que escribía. Todo lo que decía. En sus escritos, y en ese rostro suyo que desprendía una placidez infinita, aprendimos que “los sueños, cuando se cuentan, ocurren”. Y también eso que hoy han puesto de moda unos desalmados que hacen de la palabra patria un culto a la violencia y a una ridícula épica de pacotilla: “la patria es lo que se ve desde la ventana de una casa donde uno vive en paz”. Esa paz, tantas veces entre las risas compartidas con un maestro de la palabra y de la vida, la aprendí muchas veces de José Manuel Caballero Bonald. Seguiré leyéndolo, como siempre hice. Y queriéndolo, como nunca dejé de hacerlo desde aquellos ya lejanos años en que nos conocimos. Ya sé que es un tópico, pero hay que repetirlo las veces que haga falta: nos queda el peso insoportable de su ausencia, claro que sí, pero también nos quedan sus libros. Pues eso.