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Giancarlo del Monaco

"Soy hijo del teatro de los años sesenta o setenta"

«Algunos colegas meten en escena mucha parafernalia que no expresa nada», dice el «regista»

El director de escena italiano Giancarlo del Monaco. | MIGUEL LORENZO

Giancarlo del Monaco (Véneto, 1943) es una de las figuras clave del teatro lírico de los últimos 50 años. Enfant terrible de la escena contemporánea, hijo del legendario tenor Mario del Monaco, «cosmopolita con temperamento italianísimo», según él mismo se define en esta entrevista, vehemente e impulsivo, el célebre director de escena ha regresado a València, al Palau de les Arts, para presentar su aplaudida producción de la ópera I Pagliacci y reponer Cavalleria rusticana, que ya dirigió con rotundo éxito en marzo de 2010, aliado entonces con Lorin Maazel. «Estas dos óperas son comienzo y cima del movimiento verista, una corriente en la que los dioses, las reinas y los héroes bajan a la tierra y se convierten en seres de carne y hueso, en gente corriente que sufre y vive las miserias del día a día como cualquier mortal», dice recostado en un sofá mientras se enseñorea con el humo denso de un cigarro toscano que parece habitar eternamente en sus labios. La imagen recuerda a Pietro Mascagni, el creador de Cavalleria rusticana.

Una escena de «I Pagliacci» en Les Arts. Miguel Lorenzo

¿Cuál es su visión de estas óperas?

Tengo una relación muy estrecha con ambas, que llevo escuchando desde pequeño, dado que mi padre, Mario del Monaco, las cantó muchísimas veces e incluso las trabajó con el propio Mascagni. Son dos óperas que, pese a su popularidad, están infravaloradas. El realismo que las impregna, la perfecta definición de los personajes, la esencialización de todo, la fuerza de los caracteres y su discurso dramático, sumado a la genialidad de un pentagrama que nada tiene que envidiar a los mejores, convierten estas dos cortas óperas de poco más de una hora de duración cada una en auténticas obras maestros del género. Francamente, y aunque le pueda sorprender, yo no me atrevería a decir que Pagliacci o Cavalleria son mejores o peores que Tristan e Isolda, la Carmen de Bizet o cualquier otra.

Siempre hay puntos en común. Los celos, el honor… son aspectos tópicos que casi sirven para cualquier ópera…

Sí, pero la diferencia es abismal. No tanto por los sentimientos, sino por la respuesta de los personajes. También por la cercanía y cotidianidad de las situaciones. En el verismo todo es próximo, hasta el punto de que casi tú mismo te sientes parte de la escena, como ocurre en Pagliacci, máximo exponente de la corriente del «teatro dentro del teatro». No olvide que verismo significa «realismo», que se distancia de cualquier aspecto «mágico» para acercar la escena a la inmediatez del día a día de cualquier ser humano. Las dos óperas que estrenamos en Les Arts, y de las que en mis 55 años de carrera he firmado siete nuevas producciones diferentes, son comienzo y cima del movimiento verista, en el que los dioses, las reinas y los héroes bajan a la tierra y se convierten en seres de carne y hueso. En el fondo, los sentimientos de Santuzza e Isolde, de Turiddu y Don José, son similares. Cambia el entorno, la respuesta de los personajes a las situaciones, pero la esencia es siempre la misma.

¿Se pueden considerar estas dos óperas nacidas con apenas dos años de distancia -«Cavalleria» en 1890 y «Pagliacci» en 1892- como cuna, origen y exaltación del verismo?

¡Sin ninguna duda! Se anticipan incluso al mismo Pirandello, que no publica Seis personajes en busca de autor hasta tres décadas después, en 1920. El prólogo de Pagliacci no es solo eso, el inicio de una ópera genial, sino sobre todo el enunciado y decálogo de un movimiento que marcará el devenir de la ópera, que se extenderá no solo por Italia, sino por toda Europa, desde España (La vida breve de Falla es puro verismo), a la ópera francesa (La navarraise de Massenet, o Louise de Charpentier), alemana (Tiefland de Eugen d’Albert) o checa, con ejemplos tan formidables por no hablar del verismo italiano, con Puccini, Zandonai, Pizzetti o Giordano.

Hablemos de usted. En más de una ocasión se ha confesado artísticamente como «hijo del teatro de los años sesenta y setenta». ¿Qué quiere decir con ello?

Pues miembro de una época en la que el teatro musical se encontraba en su apogeo, cuando mi maestro [Walter] Felsenstein se tomaba seis meses para hacer los ensayos de una ópera, y cuando no había hipócritas que lo único que saben hacer es llegar a un teatro y decir que todo es maravilloso. ¿Ha escuchado alguna vez en los últimos 30 años a un director o cantante decir en público «este teatro es una mierda, aquí no se puede trabajar»? Atravesamos una época superficial y falsa en la que todo se monta deprisa y corriendo; en la que muchos advenedizos e ignorantes hacen carrera a base de decir palabras bonitas y poco más. Es una vergüenza lo que está ocurriendo en el mundo de la ópera. Cuando digo que soy hijo el teatro de los años sesenta o setenta, lo que estoy mostrando en realidad es mi protesta y distanciamiento hacia el momento actual, en el que a cualquiera le ofrecen montar unos Maestros cantores y contesta tan alegremente «sííííí» para resolverlo todo metiendo 300 personas en escena y hacer mucho «chim pam pum».

Pero si le preguntó por el Palau de les Arts seguro que me dice que es un teatro maravilloso en el que se trabaja estupendamente.

Ja, ja. Pues sí, pero es que en este caso es verdad. Lo digo ahora y lo dije ya en 2010, cuando hice Cavalleria y La vida breve de Falla, en los tiempos de Maazel, Mehta y Helga Schmidt. En los grandes teatros españoles en los que he trabajado siempre lo he hecho con gran empeño artístico y satisfacción. Como también en la mayoría de teatros internacionales.

Se formó a la sombra de dos figuras tan capitales del moderno teatro musical como Wieland Wagner y Felsenstein, con los que incluso trabajó como asistente. ¿Qué fue lo más fundamental que aprendió de ellos?

De Wagner, nieto de Richard Wagner, aprendí sobre todo la esencialización dramática. Hay una frase suya que está siempre presente en cuanto hago: «El movimiento es algo interior, jamás exterior». Cuando veías a Wolfgang Windgassen en el Tristan de Wieland absolutamente estático, sentías un gigantesco movimiento interior. Cuando ahora veo el trabajo de algunos colegas, que te meten en escena 55.000 columnas, 300.000 alfombras, medio millón de extras con mantones de 30 metros..., si tú eliminas todas estas tonterías ¿qué queda?: Naaaa-da. Tanta parafernalia expresa menos que el movimiento del dedo meñique de un miembro del coro en una producción del nieto de Wagner.

¿Y Felsenstein?

Felsenstein era el polo opuesto. Si Wagner era el maestro de la estilización, él lo era del realismo. Odiaba la palabra ópera, que consideraba caduca. El efecto de Felsenstein era algo más cercano a la verdad musical, teniendo siempre presente que no existe la diferencia entre hablar y cantar. Cuando interpretas, el público tiene que olvidar si hablas o si cantas: ¡tiene que creer lo que está ocurriendo en escena! Esto fue, junto con el tratamiento escénico del coro, la gran lección de Felsenstein.

Extraña que habiendo sido discípulo de Wagner, las óperas de su abuelo Richard Wagner apenas figuren en su repertorio…

A pesar de haber trabajado tanto con Wieland Wagner, de que he pateado Bayreuth año tras año, de que hablo el alemán igual que el italiano y saberme de memoria, palabra por palabra, todos los dramas musicales de Wagner, no me atrevo a hacer ni el Anillo ni Tristan. Tal es el respeto ¡y miedo! que me merecen. Me muero de ganas por hacerlo, pero aún no me atrevo.

Absolutamente lo contrario de lo que hacía Wieland Wagner.

Desde luego. Pero la esencialización dramática que introdujo Wagner en la lírica fue una idea dictada por la posguerra alemana: Wieland y su hermano Wolfgang, tras la guerra, no tenían dinero, no tenían nada para reanudar el clausurado festival de Bayreuth. Así imaginó una escena desnuda, exenta de casi todo. Colores, luz y símbolos. Y el «Nuevo Bayreuth» que surge en 1951 huye de su época y de la memoria, como ocurre también en las últimas óperas de Strauss, quien se refugió en el idealizado mundo mitológico griego. Se trataba de liberarse del horror de la contemplación de la patria destruida para transportarse a un idealizado y abstracto mundo helénico. Más que de Nuevo Bayreuth, 1951 debería de llamarse «Bayreuth, año cero».

A pesar de ser italianísimo e hijo de unos de los grandes iconos italianos de la ópera y de trabajar en los más importantes teatros italianos y franceses, su carrera internacional se ha desarrollado más en Centroeuropa y EE UU que en los de su sureño entorno mediterráneo.

Soy un cosmopolita con temperamento italianísimo. Desde esta perspectiva, tengo que reconocerle la evidencia de que los centroeuropeos han sido los grandes reformadores, mientras que los latinos somos «los inventores». Lutero, Gluck, Marx e incluso Wagner. Todos ellos son grandes reformadores, frente a un verdadero inventor como Monteverdi. ¿Quién inventó la ópera?: ¡La Camerata Fiorentina!

También el modo de gestionar y programar ópera es rotundamente distinto. Mientras que en el sur se impone el modelo de «teatro de estación», en el norte prima el de repertorio…

Entre el dilema del teatro de repertorio y el de estación opto por una solución intermedia. Después de haber sido director e intendente de teatros en Alemania, Francia, Italia y España, e incluso festivales, a los que podemos considerar el modelo de «estación total», me inclino por la semiestación, que te da la oportunidad de configurar bloques que puedes ir reponiendo a lo largo de la temporada.

¿Sería factible un teatro de repertorio en el ámbito latino?

No. Centre el tema en España. ¿Cómo se puede plantear la posibilidad de un teatro de repertorio cuando incluso el propio Real de Madrid no cuenta con dos bases como una orquesta y un coro propios? El coro y la orquesta han de estar imbuidos y habituados a la mentalidad del teatro. Se pueden hacer representaciones muy buenas contando un día con el coro de la Comunidad de Madrid, otro día con el de València... pero ese no es el problema: en la identidad de un teatro forman parte sustancial su orquesta y coro.

En el escenario tiene fama de duro y exigente. Recuerdo que cuando María Bayo hizo el papel de Nedda en «Pagliacci», en Madrid, dijo públicamente que con usted pasó «sangre, sudores y lágrimas»-

Sí. Era su debut en el papel, en un rol muy complejo. Tuvimos que trabajar mucho mucho para que ella se liberara de clichés y estereotipos que quizá sirvan en otros personajes y tipos de ópera, pero no en este, en el que teatro y vida real se confunden y entrecruzan.

Ha dirigido para estas dos óperas que ahora presenta en València con los mejores cantantes. ¿Qué tal son los intérpretes que tiene en València?

El nivel muy alto. El tenor Jorge León, que canta por primera vez los papeles protagonistas de ambas, es un viejo conocido, que inició su carrera conmigo. Es un tenor valiente, de gran carácter y presencia escénica. Como también el barítono Misha Kiria, al que no conocía. ¿Qué le voy a contar de la veterana Sonia Ganassi, que vuelca toda su experiencia y naturaleza escénica en una Santuzza de poderoso sentido dramático? María Luisa Corbacho, que la conocí en València, cuando aún estaba en el Centre de Perfeccionament, es una persona y cantante que adoro, y a la que he llevado a todos los sitios que he podido. También la soprano Ruth Iniesta, que a pesar de que aparente Nedda no estaría vocalmente en su repertorio, lo resuelve de manera fantástica. Mattia Olivieri, que hace de Silvio, es un joven de gran talento. Los partiquinos son todos excelentes. De corazón, quiero agradecer al director artístico, Jesús Iglesias, haber configurado este excelente equipo escénico y vocal, en un tiempo tan difícil como el que vivimos actualmente. Así que estoy feliz en València. ¡Incluso hablando con usted!

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