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Crítica

Intenciones del infierno

Intenciones del infierno

Prosigue el Ajuntament de València su acertada iniciativa de recuperar el nombre y la memoria de José Iturbi desde parámetros que van más allá de la manida imagen de «valenciano universal» y de tantos otros acostumbrados lugares comunes. Tanto se ha sobado el nombre del gran pianista que su figura ha quedada menguada y hasta «catetizada» por cuatro clichés. José Iturbi, nacido en 1895, en la antigua calle de Eixedrea, hoy rotulada con su nombre, no es solo el valenciano que triunfó en Hollywood y se convirtió pronto en celebridad en los Estados Unidos. Iturbi es y fue y será, sobre todo y más allá de localismos, paellas y valencianidad, uno de los grandes del teclado. De su tiempo y de todos los demás.

Por eso, el concierto en forma de «oda» celebrado el sábado en l’Almodí, ha supuesto un paso atrás, un inesperado receso en esta línea de rehabilitación y dignificación de su figura. Ya el rimbombante título del programa, «Oda al piano, oda al pianista, oda a José Iturbi» presagiaba lo que fue: una suerte de juegos florales en la que el bienintencionado verbo en forma de versos de ripiosas rimas de Juan Manuel Aparisi no hacía sino incidir, entre música e interpretaciones, en todos los tópicos y falsas leyendas habidas y por haber del pobre Iturbi. Entre las barbaridades escuchadas el sábado en l’Almodí, conviene desmentir, por ejemplo, que Iturbi tocara con la Filarmónica de Berlín, o que realizara una versión para piano a dos manos de la Rapsodia en Blue de Gershwin. De buenas intenciones lleno está el infierno, sí…

Tampoco tuvo miga ni rigor el contenido estrictamente musical, fundamentado en fragmentos, pequeñas obras e innecesarios arreglos para piano, violonchelo y contrabajo que recogían los repertorios más trillados tocados por Iturbi. Salvo las sobresalientes interpretaciones al piano del siempre grande Carlos Apellániz de las hipervirtuosísticas variaciones sobre El vito del ursaonés Manuel Infante y de la Rapsodia en Blue, de Gershwin; la calidez del contrabajo de Javier Sapiña en la Suite andaluza del sabadellense Pere Vallés -cantó con jondura la Saeta y aroma popular al Polo gitano-, y la excelencia conjuntada del violonchelo de Jorge David Fanjul y el piano versátil de Apellániz en el más que hermoso Andante de la Sonata en sol menor de Rajmáninov, el resto del programa fue un descartable mejunje a base de arreglos y apaños de músicas de Chopin, Liszt y Granados, cuyo Intermedio de Goyescas cerró tan bienintencionado e inoportuno batiburrillo «poético-musical».

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