Mis primeras impresiones de Tomás Llorens se remontan a los últimos años 60 cuando recién llegado yo de la Escuela de Arquitectura de Madrid, en la que había disfrutado de las enseñanzas de Fernández Alba, me encontré con un conjunto de profesores y alumnos que constituían una reducida escuela, hoy diríamos de bolsillo, comparada con la enormidad de la madrileña y de la Universidad Politécnica de Valencia que poco después llegaría a constituirse.

Pero en aquellos años fundacionales tuvimos algunos la inmensa fortuna de gozar de las enseñanzas académicas y personales de profesores como Juan José Estellés, Emilio Giménez, Fernando Puente y cómo no, Tomás Llorens.

El ambiente que rodeaba aquella escuela era juvenil, un poco indisciplinado para lo que luego ocurrió en el politécnico bajo el férreo puño sectario, y abierto, muy abierto a la creatividad y a la discrepancia. Allí florecieron grupos de izquierda y de extrema izquierda que contaron con un cierto apoyo del profesorado más o menos encubierto.

Tomás aportaba un cierto aire excéntrico, esto es, poco sujeto a las reglas convencionales de la enseñanza del momento. Pero llegado desde Madrid donde Fernández Alba había tratado de configurar una especie de nueva Bauhaus en su asignatura, muy apegado a la tradición moderna, la llegada a las clases de Tomás fueron liberadoras, aportaron puntos de vista que yo nunca había escuchado con anterioridad.

Así, los principios de la arquitectura moderna de Collins fueron glosados en unas clases abiertas, en ocasiones en los jardines del Real, créanme, otras en el curioso pastiche que habíamos heredado de Francisco Mora donde se hallaba la nueva Escuela de Arquitectura.

Después Tomás aportó su buen conocimiento de Ferdinand de Saussure e introdujo la semiología en la escuela, algo nunca visto, que tuvo su consecuencia en un famoso Encuentro de Teoría de los Signos en Castelldefels, al que acudimos algunos con disciplina y fervor. Así fue por increíble que parezca. Para muchos resultaba un conocer abstruso, tal vez ajeno a la arquitectura, aunque pronto se vio que no lo era.

Desde su óptica siempre progresista y anclada en una cierta lectura del marxismo, con el apoyo de Emilio Giménez, trajo al colegio de arquitectos y también a la escuela de arquitectura al grupo ZAJ, caracterizado por su irreverencia y ruptura del orden canónico de la figuración escénica. De modo que, aunque de forma rigurosamente marginal, la enseñanza de Tomás Llorens en la primera promoción de arquitectura, desde la que escribo con un tono melancólico y colectivo, fue decisiva, nos abrió a horizontes pictóricos emergentes como los de la nueva figuración del Equipo Crónica o del Equipo Realidad, más allá de la enseñanza académica, la impartida en las aulas del palacete de la Exposición.

No creo que Tomás fuera bien tratado con posterioridad a estos años que he descrito por la autoridad académica, más bien tengo la convicción de que fue expulsado de la institución, cosa que hemos lamentado todos sus amigos durante años. Pero como suele ocurrir, volvió tras su estancia en el Reino Unido con armas y bagajes y tuvo un desarrollo profesional deslumbrante, conocido por todos y sobre el que no voy a dar noticia ahora.

Así que, Tomás, en nombre, espero que me lo permitan, de los primeros arquitectos de la nueva Escuela de Arquitectura de Valencia, te agradezco profundamente tu enseñanza, tu modo de considerar la arquitectura como parte de la estética, de la que fuiste profesor, mi profesor en aquellos remotos años 60.

Te deseo un feliz viaje donde quiera que vayas.