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Crítica

Noche de voz y abrazos

NOCHE DE VOZ Y BRAZOS

Hacía tiempo que se reclamaba volver a escucharla. Valió la pena esperar. El flamenco tiene un público devoto en València y de aquí han salido voces importantes como Juan Varea, El Principe Gitano, Fernando Lucas, Niño de Elche o Isabel Julve y por ello, el Palau de la Música, Les Arts, Torrent o el Cabanyal incluyen noches de cante jondo en sus temporadas.

El Olympia es un magnífico teatro centenario y los hermanos Fayos, receptivos y sensibles, además de traer excelentes obras y grandes actores, no olvidan la importancia de otros géneros. Mayte Martín fue recibida con una enorme y sincera ovación antes de sus Campanilleros, poniendo a tono su voz rasgada y cálida que le permite volcar mil matices en su cante, tanto en una milonga de Atahualpa, un bolero de Cesar Portillo o un fado de Amalia.

Escribió el poeta Miguel Otero Silva: «amo tu voz cuando estas en silencio porque el silencio es el sutil presagio de tu voz» y eso sucede mientras la artista se concentra con el murmullo de las brillantes guitarras de Hurtado y Tomás, para después inundar la sala con su Vidalita o con las canciones armonizadas por Lorca. Mayte Martin resulta imprescindible en su género y por eso conoce y expresa palos como la bulería, la zambra, el fandango o el tanguillo, con una impronta vibrante que te sitúa al borde de la butaca. Le da el contrapunto en la escena, Patricia Guerrero, bailaora ecléctica, de brazos pulcros y centellas en piernas y pies, a veces danzarina de Tastessos y otras transformada en diosa Shiva, pero siempre precisa y atenta a su territorio y a su espacio. Bravos, ovaciones y el público en pié y, aunque costó lo suyo, los hicieron volver al escenario y acabar de conquistarnos. Tienen que volver.

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