Se palpaba la alegría en las inmediaciones de los Viveros durante toda tarde. Había bulla en las terrazas, los paseantes se agolpaban en los pasos de cebra y rodaban coches en cantidad. La animación típica de un sábado a la noche, ya cobré y toda la retahíla que cantaba Moris. El aforo para ver a los Sidecars rozaba el lleno total, unas 1.500 butacas vendidas. Cola en los tickets, en las barras, en las gastronetas y frenética actividad masticatoria en las zonas picnic. Ambientazo, ya les digo. Hasta la brisa, seca y fresca, decidió acompañar a la gente, contenta, guapa, armada con tacones y camisas planchadas para hacer frente a las nuevas restricciones horarias. Abrió Isma Romero, cantautor pop de voz agradable, con querencias por las melodías liverpulianas y de lírica sentimental e inteligible. Chaval majo a carta cabal.
Salieron Sidecars, currantes de un rock electroacústico de matriz estoniana, pero deudor también de Tom Petty y sus agridulces tonadas, del campanilleo de los Byrds y de los brillantes arreglos californianos, con teclados espesos y buenas armonías. Con preferencia por los medios tiempos y cantado en un castellano semiformal, melodramático y comprensible. La parroquia, todavía lejos de los cuarenta, venía rendida de casa y disfrutó de la música del sexteto madrileño con la confianza de estar en el comedor de su keli. La reciente costumbre de actuar en recintos medios y grandes se notaba en el oficio de la banda, asentada, confiada y sonriente. Tocaron, quizá al principio, faltos de volumen o potencia, pero cohesionados, con un tono equilibrado y rico en matices, doblando percusiones, añadiendo teclas o rasgando cuerdas extra.
Abrieron con la rítmica “Golpe de suerte”. Luego, “La Tormenta”, con su radiante puente y sus afinaciones angelinas. Sonido americano repleto de detalles molones, como el slide en “Galaxia”, o la mandolina en “Fuego cruzado”. Estribillos reproducibles, que tiran de ti. Tras una serie de piezas lentas, subieron el tempo y la tensión con la graciosa “Chavales de instituto”, pero volvieron a caer en la melancolía con “Dinamita”. Avanzaba el concierto, la gente se emocionaba con el cómodo y novedoso servicio de bebidas a silla, provocando una escalada de jarana, voces y aplausos. Entonces los músicos se pusieron mollares con “Garabatos”, “Locos de atar” y “Noches de guardia”, con dos guitarras eléctricas bien utilizadas y dando un empaque más poderoso a su actuación.
La recta final se vivió con rapidez e intensidad. El personal cantaba y meneaba los brazos desde sus butacas, satisfecho por haber pasado casi dos horas en un concierto de rock bonito y simpático. Los ánimos se dispararon con “Tu mejor pesadilla”, “Contra las cuerdas”, “Mundo imperfecto” y “Amasijo de huesos”. Todas ellas, acompañadas por unos vistosos efectos luminotécnicos, transcurrieron directas, potentes y con el aroma a clásico que despiden otras canciones de Fito, Leiva, Loquillo, Malla o Calamaro. Y Sidecars, sencillos y sin impostura, se mostraron agradecidos de principio a fin por la acogida de una València que hace no muchos años iba a verlos en pequeñas salas. Honestos y solidarios, reclamaron justicia para la música en directo, para los que se dejan la piel por una cultura segura, para los obreros que hacen posible cada concierto. Ilusionados, pese a todo, por volver a tocar, por cantar con el público, y por poner algo de alegría en un panorama que, últimamente, parece que da dos pasos adelante y uno atrás.