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Loquillo, subversivo por singular

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Así fue el concierto de Loquillo en València C. M.

Como el protagonista de una novela de Arturo Pérez Reverte, el Loco se ciñe a códigos de comportamiento de otras épocas, refugiándose en valores como el honor, la lealtad, la justicia y la sinceridad; palabras vacías, cuando no dañinas o peligrosas en nuestro mundo actual. Lo explica en la canción que abre su último elepé, un homenaje a la literatura de aventuras en el que aparecen filibusteros, samuráis, vikingos o caballeros en busca del Grial. Cofradías legendarias, de apariencia tan fiera y sólida como la del cantante del Clot, que recaló el sábado en el Ciutat de València. El barcelonés presentó un show dominado por la electricidad, la profesionalidad y la soberbia presencia de un personaje único e incómodo, que suele levantar ampollas. Yo no soy biógrafo, politólogo ni sociólogo. Yo cuento lo que veo, y lo que vi me fascinó. Con Loquillo me sucede siempre, porque es puro rock and roll. Y yo creo en el rock and roll.

El concierto comenzó con “Los Buscadores” y sus tres cañonazos iniciales disparados por Laurent Castagnet, diríase que desde las baterías del Rayo, el barco del Corsario Negro, que salió a cubierta con sus dos metros de luto y fue acogido por un impresionante rugido de la audiencia. Dejando claro que en un navío el capitán es Dios, y se le honra, obedece y rinde pleitesía con fe ciega. Como cuando dice que es “El último clásico” y te lo crees porque, la verdad, no se te ocurre otro que merezca ese título. Porque su carisma obliga a los autores que le confeccionan las canciones a meterse en el traje que él mismo viste desde hace 40 años. Porque en el mundo del Loco todas las canciones hablan de él. Y se lo puede permitir porque, además de tener un ego colosal, es un narrador extraordinario. Un intérprete de los que ya no quedan.

Siguieron “Territorios libres”, “Sol” y “Salud y rock and roll”, rápidas, a tres guitarras, con la peña coreándolas con la misma convicción como si del Credo se tratara. Con el jefe atento a las vertiginosas evoluciones instrumentales de su tripulación, en su papel de padre de todos, sobrio pero cariñoso. Y qué bien le sienta el papel de crooner, como cuando cantó “Cruzando el paraíso”, dedicada al eterno Hallyday, paseando por el tablado y derrochando complicidad con el público. Después de su enérgica revisión de “El hombre de negro”, la banda acometió “El Rompeolas” y el concierto entró en otra dimensión, en la puramente emotiva, la sublime.

Llegaron “Carne para Linda”, “El rey del Glam” y “Chanel, cocaína y Dom Perignon” para regocijo de sus fieles, que las cantaron a pleno pulmón, pateando con ansia el piso, levantados, sentados, extasiados ante un espectáculo fabuloso. Con una banda sobresaliente, dura, caliente, precisa, potente, con brillo de cuchillo. Felina y animal. Igual que “Rock suave”, qué locura, con Igor Paskual, lugarteniente dándolo todo tan sobrado de recursos y detalles como el mismo diablo. La apoteosis vino con “La mataré”, voluptuosa y racial, y “El ritmo del garaje”, con la parroquia machacando rítmicamente los asientos y las vallas metálicas del estadio en un salvaje estallido de júbilo. También hubo tiempo para nuevas favoritas, como “La vampiresa del Raval”, que es de lo mejor que le han escrito a nuestro héroe en muchos años, y así la defiende.

Tras una pausa para respirar, los cimarrones eléctricos vistieron de fiesta la épica de “Feo, fuerte y formal” antes de intentar derretir los cimientos del recinto con una incendiaria versión de “Cadillac solitario” en la que volcaron toda su intensidad y arrogancia, rubricando un final en el que el verso libre del rock español se dejó la garganta gritando “nena” las veces que le dio la real gana. Porque pese a que algunos dicen que se debería dosificar y proteger la voz, el Loco se deja la piel en cada concierto, cumpliendo la palabra que empeñó cuando decidió dedicarse a este negocio en el que sólo se debe a su público. Así que todo en orden.

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