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MÚSICA CRÍTICA

Del abucheo al beneplácito

Los maestros cantores de Núremberg. | ENRICO NAWRATH

Al final, por fortuna, el tiempo pone las cosas en su sitio. Las duras críticas y los abucheos que el director de escena Barrie Kosky sufrió cuando en 2017 estrenó en Bayreuth su valiente y polémico montaje de Los maestros cantores de Núremberg se han transformado hoy, cuatro años después, en unánime beneplácito. Apenas cuatro gatos anclados en la polilla quedaron silenciados frente al éxito casi unánime cosechado el jueves, cuando, pasadas casi las diez y media de la noche («madrugada» para los nada noctámbulos alemanes), concluyó una representación que había comenzado a las cuatro de la tarde y estuvo marcado por el elevado nivel vocal, coral e instrumental que concertó y destiló la batuta del zuriqués Philippe Jordan (1974).

Del abucheo al beneplácito

Barrie Kosky, nacido en Melbourne en 1967 y figura clave de la escena contemporánea, no se ha andado con complejos ni paños calientes al tratar el tema de «lo alemán» en la encrucijada del segundo tercio del siglo pasado. Su trabajo sería impensable en un artista alemán. Pero él ni había nacido cuando en la remota y vieja Europa pasaron tantas y tan feas cosas. Así que ningún complejo, ningún miedo, a la hora de afrontar unos Maestros bayreuthianos para los que se ha apoyado en una sofisticada escenografía firmada por la berlinesa Rebecca Ringst, en la que pasa de todo: judíos con kipás y tirabuzones en sus cabezas de miradas descaradamente malignas, estrellas de David, Juicio de Núremberg, el propio Wagner, su esposa Cosima, el amigo judío Hermann Levi, Wahnfried (la casa de Wagner en Bayreuth), el naufragio de Alemania y su posterior recuperación… Y al final, después de tantas cosas, tras tantos desastres y penalidades, Kosky tiene la genialidad de invadir el escenario con una segunda orquesta y una réplica del coro incomparable del Festival, que, finalmente, se imponen sobre todo lo mucho pasado. En la escena y en aquella turbulenta Europa.

Es una imagen conclusiva de enorme efecto dramático. Emocionante y sobrecogedora, que impone a la música, al arte en general, como el elemento dinamizador que se mantiene intacto sobre la barbarie y la desolación. También quizá sobre la injusticia. La música triunfa y se impone sobre el proceso de Núremberg, sobre la estrella de David. El arte sobre los grupos de presión y los intereses particulares de todos. Kosky fija la maestría inapelable de la obra de arte sobre cualquier interpretación tendenciosa.

Y mira de frente al tema siempre espinoso en Bayreuth –y fuera de Bayreuth- del poder de los lobbys judíos sobre el curso de la historia. Y lo hace con el uso de un original lenguaje escénico que mezcla incisiva agudeza con un sentido del humor que puede resultar crudo y hasta cínico. El resultado es una narración de cuidada y hábil factura dramática, quizá cínica y, desde luego, cargada de humor. Kosky convierte a Wagner en Hans Sachs, a Cosima en Eva, a Pogner en Liszt y al cascarrabias de Beckmesser en el célebre director judío amigo de Wagner Hermann Levi (al que el compositor hizo abjurar del judaísmo para que así pudiera dirigir el estreno de Parsifal, en 1882). Los guiños a los cabezones de la precedente producción de Katharina Wagner no dejan de tener su gracia y aguijón.

A tono con el excepcional ritmo dramático de la escena, Philippe Jordan impone su implicada visión. Noble, gozosa, caleidoscópica, inagotable de registros; preciosista en el detalle instrumental –soberbia la arpista Ruth-Alice Marino, convertida en una tal Helga Beckmesser que en el tercer y último acto toca y actúa en escena junto al canto imposible y cabreado de su marido Beckmesser-, y de un virtuosismo orquestal de genuino calado expresivo. Para la memoria queda bien grabada su genial dirección de la luminosa obertura, la peligrosísima fuga final del segundo acto, el escalofriante preludio del Acto III, el celestial Quinteto o el resplandeciente final.

En una obra de absoluto protagonismo coral, el más que soberbio Coro del Festival de Bayreuth fue eje y vértice de tan redonda función. Al empaste, la afinación, la familiaridad íntima con el repertorio, se añade el trabajo riguroso y constante de su director titular, el ya veterano Eberhard Friedrich, quien lo lidera desde el año 2000, cuando reemplazó a Norbert Balatsch. La acústica única de Bayreuth y la ubicación de la orquesta, oculta y sumergida en el invisible «foso místico», contribuyen decisivamente a calibrar y realzar la presencia coral (proyectada desde otra sala por precaución ante el coronavirus) en una obra tan decididamente polifónica como Los maestros cantores.

El abultado elenco vocal fue casi el mismo que inauguró este montaje que ya roza su final. El barítono Michael Volle volvió a demostrar ser el mejor Hans Sachs de la actualidad. Dramática y musicalmente. Su ductilidad escénica es pareja a su flexibilidad vocal, que le permite combinar los aspectos cómicos del personaje con el fondo vocal y dramático de su impresionante monólogo final. El escurridizo Sixtus Beckmesser fue defendido con socarronería, humor y fuelle vocal por Martin Gantner.

El tenor Klaus Florian Vogt, su bellísima voz lírica y su arte de frasear volvieron a conformar el mejor Walther von Stolzing del siglo XXI. ¡Con qué calidez y belleza vocal cantó y recantó la Canción del Premio! La gran Camilla Nylund bordó una Eva cargada de ternura, gracia y poderío vocal, y encontró perfecta réplica en la Magdalena veterana y versátil de Christa Mayer. El noble Veit Pogner fue aún más ennoblecido con el canto profundo en todos los sentidos del inagotable bajo Georg Zeppenfeld, mientras que la vocalidad transparente y segura del tenor Daniel Behle volvió a percibirse ancha y demasiado lírica para el personaje de David, que siempre ha de contrastar con la de Walther.

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