El oficio de periodista tiene mucho de testificar sobre el presente, levantar acta de lo que ocurre a nuestro alrededor en un mundo dividido en secciones, política, deportes, sucesos, internacional o cultura. Los notarios de la realidad, que decía el insigne Butanito, también persiguen a sus protagonistas para que cumplan con la palabra dada. Yo mismo hoy doy fe de que el alicantino Nach no engañó a la opinión pública después de afirmar en una entrevista a este mismo medio que iba a ofrecer el sábado en Viveros un show irrepetible de rap y poesía, fuera del alcance de otros artistas, en medio de una comunión brutal con los asistentes, utilizando únicamente su voz y el piano de cola de Daniel Catalá. Así fue, ni más ni menos, y así se lo cuento.

El evento, una mezcla de alto octanaje que llevaba intimismo, verdad, vida y spoken word, arrancó con «El idioma de los dioses», respondida con aplausos emocionados y piel de gallina. No es para menos, la pieza es una impresionante oda a la música, que es lo que durante esta horrorosa temporada nos ha salvado a muchos. Lo explicó el rapero acertadamente, abierto en canal, perorando con oficio y convicción, con rabia y precisión. Con experiencia, oficio y cariño, tónica general de la actuación, una ceremonia entrañable, cercana y contundente. Un viaje repleto de reflexiones, lecciones y anécdotas en las que o no lo reconocen por la calle pese a llevar más de 25 años publicando discos y poemarios o, por el contrario, si lo hacen es para confundirlo con Juan Magán. El tiempo ha enseñado al sociólogo alicantino a tomarse la vida con calma, está más delgado y en forma, a tope de ilusión por lo que tiene que venir. Tanto es así que esta misma semana lanzó un nuevo single, la admirable «De pie».

Seguía Nach con sus mensajes contra el miedo, el odio y la injusticia; por la sinceridad, por el ser contra el parecer, por el respeto, la paz y la defensa del débil. Crítica social sin dogma, pero con razones, luchando como en «Éxodo», de su álbum Almanauta, con la que recordó la situación extrema que se vive en Kabul y otras partes del mundo castigadas por el fanatismo. No faltó el sentido del humor sobre su aspecto, sus relaciones, su trabajo, su edad, el romance o el deseo sexual para equilibrar el exceso de existencialismo y oscuridad, como él mismo explicaba. Unos intermedios sobre temas poco profundos, si quieren, pero determinantes para nuestra dinámica cotidiana, que enganchaban a cualquier oyente ajeno al hip-hop, divertidos en su narración, pero con un intenso fondo de atención obligada, como en el magnífico segmento anterior a «Amor libre». Experiencias comunes que le sirven para tirar de la peña con una soga de complicidad. Y en la platea lo aclaman como a la leyenda que es, mientras mantiene con ellos una conversación disfrazada de monólogo en la que comparte sentimientos y situaciones, un bagaje vital que aparece en canciones como «Nada ni nadie», «Ovejas Negras» o «Brainwash».

Mediado el show, Nach bajó del escenario y se paseó con la mascarilla puesta entre los asistentes, no sin antes exigir que no se levantara nadie. Así fue, con la excepción de un par de abrazos ligeros pero necesarios, mientras recitaba «Anochece/Manifiesto» en una fabulosa demostración de arrojo y responsabilidad al mismo tiempo y en el mismo lugar, con la chavalada clavada en sus sillas, bloqueada por la brillantez del momento. Un hechizo del que salimos empujados por el éxtasis de la tremenda «Efectos vocales» y las notas de granito que para ella Catalá tallaba en su piano. Instantes demoledores previos a «Mi gran amor», una maravillosa declaración romántica en la que narra cómo la música, la creación más sublime del ser humano, lo absorbió un buen día.

Ignacio Fornés, completamente vacío, absolutamente satisfecho y profundamente agradecido abandonó el escenario, tras noventa minutos de extenuante trabajo, subrayando la necesidad de seguir luchando contra el conformismo y la inutilidad de los lamentos porque solo se vive una vez. Lo pidió sincero y llano, alejado de los manidos clichés de un género que, con sus colosales egos, sus desaforadas declaraciones y sus feroces enfrentamientos, en ocasiones se olvida de que también puede ser íntimo, artístico e innovador. Nach lo consiguió, yo estuve allí y con estas palabras he testificado.