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Algo personal

Resistencia

En octubre de 1957 la ciudad de València parecía un embalse de esos que se tragan un pueblo entero y sólo asoma sobre las aguas la veleta del campanario. El desastre de aquella riada dio lugar a extrañas operaciones especulativas, públicas y privadas, que, como siempre, tenían que ver con el dinero. Y también, como no podía ser de otra manera, con la política de entonces. El franquismo pensaba en un desarrollismo caníbal y la avalancha de cieno y muertos le vino de maravilla. Desde mediados de los años cuarenta del pasado siglo ya andaban desde el gobierno y el ayuntamiento dándole vueltas a una planificación urbana que maquillara la ciudad para que no perdiera los trenes del progreso. Y como siempre pasa, el progreso fue y sigue siendo un baúl donde cabe todo: también una emboscada.

Por la riada del 57 el primer castigado fue el río. Como se había portado mal, sería desviado de su cauce natural. La segunda en sufrir las consecuencias de ese pecado fue la propia ciudad: le iban a secuestrar el río y levantar en su lugar autopistas como los escalextrics de las infancias acomodadas. Todo por la pasta. De ahí llegó el Plan Sur, con su desvío fluvial y la amenaza imperturbable de llenar el antiguo cauce con autos y aparcamientos. Hasta se editó un sello con lo de ese Plan. El desarrollismo estaba en marcha. La dictadura había sido aceptada internacionalmente y se sentía a sus anchas. A ver quién le tosía. Pues le tosieron.

El paisaje será siempre un paisaje moral. Tiene vida en las tripas, siente de adentro hacia afuera, como los buenos personajes de las novelas mejores. Exige un trato digno, un cara a cara con la decencia, el protagonismo mutuo de la lealtad y no de las traiciones. La ciudad de València y su área metropolitana son ese paisaje. Ahí encontramos dos espacios monumentales: el cauce viejo del Túria y la Devesa del Saler. Dos maravillas paisajísticas que se merecían ese trato digno y la decencia recíproca en su posible entendimiento con eso tan complejo que es el progreso. La política de entonces tenía planes para el Saler: construir destruyendo. El turismo empezaba a convertirse en el monocultivo económico. Hasta hoy. Con pandemia y sin pandemia sigue siendo la apuesta suicida para que nada cambie. Pues qué bien, ¿no?

Frente a esa destrucción surgiría una cierta oposición a finales de los años sesenta del pasado siglo. Esa oposición alumbraría en la década siguiente un ejemplar movimiento de resistencia: «El Saler per al poble». Eran tiempos difíciles para hacer peña, pero se consiguió mucho de lo que ese movimiento exigía en sus reivindicaciones. También el cauce del río tuvo en 1976 su eslogan alternativo: «El llit del Túria és nostre i el volem verd». Gracias a las acciones llevadas a cabo y a su influencia en las nuevas políticas democráticas, en vez de autopistas tiene la ciudad un pulmón verde para disfrute de la gente. Falta el tramo final, que no conviene descuidar para que no se lo lleven por delante los especuladores de siempre.

Esto que escribo lo cuenta de primera mano Carles Dolç, un arquitecto que no faltó en ninguna de esas resistencias y sobre todo uno de mis mejores amigos desde hace casi medio siglo. Lo cuenta en un libro, ‘Del Saler al Túria’, editado por Pruna llibres y el Magnànim. Es un relato personal y absoluta, necesariamente transferible. Por eso lo ha escrito. Y lo que dice más y mejor del autor: es como si él no hubiera estado allí. Su voz desaparece entre las de quienes protagonizaron aquellas dos tan duras como hermosas resistencias. El activismo colectivo por encima del de cada uno de sus protagonistas. Todavía reclama Carles Dolç ese activismo ciudadano, la necesidad de no olvidar lo que tuvo esa historia de lucha incansable para que el progreso no fuera entonces, ni lo sea ahora, un banquete infame para la política y la economía que siempre destacaron por su voracidad insaciable.

Salen muchos nombres en este libro más que necesario (por cierto, hubiera estado bien añadir unas páginas con imágenes de lo que se cuenta). Pero entre esos nombres (y que me disculpen los demás) hay cuatro que me gustaría reseñar este domingo: Miquel Gil Corell, Josep-Vicent Marqués, Trini Simó y Just Ramírez. Forman parte, esos nombres y muchos más, de esa memoria que no deberíamos perder nunca: la de la dignidad, la de la decencia, la de una resistencia que sirvió de guía a quienes vinieron luego. Esta columna está dedicada a esa resistencia. Y cómo no, a Carles Dolç, el amigo del alma en tantas batallas de las que, a pesar de las dificultades, no siempre salimos derrotados. Y ahí seguimos.

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