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Alfons Cervera

Algo personal

Alfons Cervera

Viaje al sur

Era la segunda vez que bajaba a Málaga. Y digo «bajaba» sin saber si para llegar allí desde Gestalgar se sube o se baja. Me hago un lío con los mapas. Y encima, a veces, el GPS se convierte ferozmente en un enemigo a cuyo lado Godzilla es más inocente que una trucha. Por allí anduve unos días de la semana pasada con Antonio Somoza y Mila Lapedriza, que se conocen los lugares malagueños mejor que nadie, aunque sean vascos y él un forofo (ahora un poco menos que en su adolescencia) de la Real Sociedad. Pero cuarenta años en el sur, implicados a tope en los asuntos tantas veces inclementes de esa tierra, los convierten en guías de primera fila para el viajero.

Treinta años que nos conocemos y ahora llegaba para presentar allí Algo personal, mi último libro, como tantos otros en stand by por la dichosa pandemia. Las librerías tendrían que ser una especie a proteger. Cuando veo en algunos supermercados los libros junto a las galletas o el champú, se me llevan los demonios. Evidentemente, seguro que las galletas y el champú son mucho mejores que los libros expuestos a su lado.

Una pequeña librería en Málaga: Suburbia. Barrio de Lagunillas. Siempre en peligro porque la ciudad se asfixia por el insaciable grumo de turistas y hay que ensancharla más allá de los aledaños de la Calle Larios, vía principal del centro urbano. Colas a todas horas en el Museo Picasso. Nació en Málaga, el artista, y a los diez años abandonó la ciudad con su familia. En muchas paredes, una plaquita con su nombre. Me hace gracia la de la Parroquia de Santiago Apóstol, en la que se dice que ahí fue bautizado Pablo Picasso. Me hace gracia, digo, porque no sé si desde aquel día Picasso volvió a entrar en una iglesia.

Siempre llevo conmigo, para el viaje, algunos libros. Esta vez: Un viejo tapiz tibetano. Los poemas de amor de Else Lasker-Schüler, traducidos al castellano por mi querido profesor, poeta y amigo Jenaro Talens. A Kafka no le gustaba nada lo que escribía esta mujer, que hubo de exiliarse cuando llegaron los nazis a Alemania. En esta ocasión me da igual lo que dijera Kafka: ese pequeño librito es una maravilla. Escribo sobre la librería Suburbia y subrayo un verso que cata en lo más profundo del espacio físico y lo reconstruye con un hálito de lo que de verdad conmueve: «Tu cuerpo es un alma». Así Suburbia. Sólo voy con mis libros a los sitios donde hay gente a la que quiero. Como en este caso la del Ateneo Libertario El Acebuche. Y otra a la que descubres por primera vez, como Noelia Pena y Santi Fernández Patón. Yo conocía sus novelas, pero no a ellos personalmente. Una bella emoción, ese encuentro, al que se añadiría más tarde Cintia, que se iba o volvía de vendimiar cerca de París. Como volver a ver a Domingo Cabrera, con quien estuve en mi primera visita a la ciudad, hace dos o tres años, para presentar el libro en que cuenta su detención, tortura y encarcelamiento en 1981. Amistades curtidas en la memoria más insobornable. Por allí andaban Pedro y su familia, y un grupo de mujeres a las que había enviado recomendación desde Dos Hermanas la escritora y amiga Rosario Izquierdo. Y Elena, que me recordaba lo que escribió una vez, emocionada, de mi novela Claudio, mira. Los nombres importan. Son la huella que me traigo de hermosos ratos compartidos. Ahí también los de Jaime Domech y Marité Galdón, a quien le preocupaba lo que yo pudiera pensar de sus admirados Stephen King y H. P. Lovecraft. Me gustan los dos escritores (mucho Lovecraft) y eso la hizo respirar más tranquila durante la cena. Libros. Nombres. El tiempo que siempre permanece en los recuerdos.

La noche última me llevaron Antonio, Mila y Adela Galdón a las orillas del mar. Lo que allí llaman espeto: todo cocinado a la brasa. Pequeñas sardinas relucientes. Un calamar que parecía, por el tamaño, el hijo secreto del capitán Ahab y Moby Dick. Una mujer nos vendió una flor olorosa para que no me asesinaran los mosquitos. Me siguen asesinando. Cuando nos íbamos, unos pescadores habían conseguido una raya enorme. Estaban contentos. Y nosotros también, cuando la devolvieron al agua. Las despedidas tienen siempre un sabor agridulce. También en este viaje. Al poco rato de llegar a casa, la extrema derecha -con una nutrida representación valenciana- recorría las calles del madrileño barrio de Chueca para gritar enloquecida su odio contra el movimiento LGTBI. Son muy machos ellos, esos musculitos nazis de la extrema derecha. Una manifestación autorizada, casi custodiada por la misma policía. Siempre ha habido clases en eso de permitir o no según qué manifestaciones. Y en eso de protegerlas. En fin.

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