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Crítica

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'La mort i la donzella', en el Principal.

Con el eco feliz aun presente por los tres Premios Max conseguidos el pasado lunes en Bilbao (mejor espectáculo de danza, coreografía y diseño de iluminación), el equipo de esta producción del Institut Valencià de Cultura abría la temporada en un teatro Principal con aforo casi completo. Que la danza sea la encargada de abrir el curso de la principal institución escénica valenciana es muy significativo, una buena noticia para un sector siempre necesitado de atenciones.

La imagen inicial de la obra es la antesala de lo que espera al público en la siguiente hora, tanto a nivel narrativo como estético. Una figura masculina se perfila desde la sombra mientras excava una fosa. El juego visual lo sitúa, tenebroso, en lo alto de una colina. Un guiño de impacto que nos adentra en una historia de lucha entre la vida y la muerte, de miedo y aceptación, de equilibrio entre lo racional y lo espiritual.

Esta obra de danza es un trabajo de equipo en el que tan importante papel juega la coreografía como la escenografía, la iluminación, como la adaptación musical del cuarteto de Schubert o la interpretación de los siete bailarines. Con un equilibrado encaje entre todo ello, Noales ha conseguido una creación bella formalmente, de líneas claras pese los claroscuros de su trama. Cuando el austríaco escribió esta partitura sabía que su muerte estaba cerca, por eso la composición es un canto profundo a ese momento de temor. La doncella baila un solo inicial que vira de la sombra hacia la luz hasta abrirse al muro, más que un elemento escenográfico, un acompañante esencial para la narración bailada de la historia. Del mismo van emergiendo las figuras de los intérpretes, primero brazos, piernas, torsos, luego cuerpos enteros, como seres en tránsito desde el inframundo, manifestaciones palpables de nuestra condición de mortales. El dúo entre Carmela García y Eduardo Zúñiga habla de esa lucha, de aferrarse a la vida pese a todo. Si el baile de ella es sinuoso, elegante, el de él es rotundo, elástico, animal. La escenografía ya aparece en esta escena totalmente desvelada a través de una iluminación que irá enfatizando sus diferentes texturas y significados, del gris previo a la muerte al dorado de la aceptación. El muro es una estructura de andamiaje recubierta de madera ideada por Luis Crespo para que la danza la atraviese, la ocupe, haga uso de ella de forma que los personajes nos lleven por la narrativa. La abstracción propia de la danza contemporánea permite entrar en su dinámica de manera libre a partir de los sentimientos que marca el conjunto. La simbología que Noales ha desplegado a partir de la partitura, adaptada con arrojo por Telemann Rec, habla de la fragilidad de la vida. La directora sugiere y marca el ritmo de la historia a través de diferentes escenas. Un cuarteto en el segundo movimiento de la pieza se adentra en la visceralidad de quien se aferra a la tierra. Los crescendos musicales y coreográficos se alternan mientras la magia de la luz ofrece momentos de plasticidad casi cinematográfica. La polisemia del muro hace que de él surja una caja féretro, o que en un momento dado se pliegue en 90 grados para que el escenario ofrezca dos planos coreográficos con todo el elenco en juego. Asun Noales ha contado con dos doncellas, Carmela García y Juliette Jean, para equilibrar el desasosiego, ofreciendo una alternativa de luz a una historia de sombras. El vaporoso vestuario de Victoriano Simón vuela junto a los movimientos de los excelentes bailarines. La suma de todo lo descrito, junto al trazo claro y la poética corporal de la experimentada coreógrafa ilicitana auguran larga vida a esta obra.

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