Se trataba de morir bailando, tal y como cantaron Novedades Carminha en su tremenda «Dame veneno». De bailar hasta desfallecer y, si podía ser, caer acompañado en el empeño. Porque no vean la pulsión sexual que irradiaban los y las asistentes a ese bombón de festival que está resultando ser el Love To Rock 2021, el primero sin las restricciones covid que han amargado la vida del musiqueta desde la aparición del bicho. Lo del sano ambiente lúbrico festivo que se respiraba en el recinto no son imaginaciones mías, ni fruto del adagio popular valenciano que explica que «qui té fam, somia rotllos». Con el aspecto musical o artístico de estas reuniones me apaño bastante bien, pero para analizar el componente social del asunto suelo hacer encuestas. Salida, nano, la peña está salida, corroboraron mis ayudantes.

Así que, mientras nos afanábamos por dar con la predicción climática más esperanzadora con un ojo en el móvil, otro en el cielo y una mano en el paraguas, pensé que en el festival que lleva por bandera el poder bailar de pie, después de año y medio, no primaba tanto esa necesidad como la de relacionarse a la antigua, cara a cara, al contacto. Parecíamos monos criados en cautividad a los que se les pone en libertad sin venir a qué, tras un cataclismo o la ruina financiera del zoológico. Escenas extrañas, pero hermosas. Emocionantes, pero también inquietantes.

Abrieron el melón Tenda, con su mezcla de fiera distorsión y agridulces melodías. «Vértigo» sonó afilada y fría como una cuchilla nueva. Después, «Poble dorm», «Tard» y «Tan mal», ejemplos claros de lo que hacen estos jóvenes que usan indistintamente el castellano y el valenciano agrandando día a día su juvenil masa social. Puretas con querencia por Sonic Youth, Hüsker Dü y el rock alternativo ochentero, echadles una oreja.

Las Ginebras se enfrentaron a la parte más intensa del temporal con desparpajo y humor, iluminando la negra noche con su new wave en tecnicolor, sus estribillos cachondos, explícitos y reveladores, ejecutando bajo la lluvia su melódico pop con sabor a movida y a yeyé, vaya cuatro flores de pasión. Se vieron docenas de niños durante todo el festival, familiar por diseño y vocación, y muchos y muchas bailaron desmadradamente en primeras filas, mientras algo más atrás, barbudos que ya no cumplen los 45 danzaban con idéntica espontaneidad, pero menos gracia «Chico Pum», «Cosas moradas» y «La típica canción».

De Novedades ya les conté este agosto cuando actuaron en Viveros: una verbena monumental con el personal meneando el bullarengue a un ritmo endiablado, buscando el roce, el casito y las miradas golosas después de tantas soledades. Desinhibición, ritmo tribal, un percusionista haciendo cardio y un pedal wah del que emanaba un calor húmedo y pegajoso que impregnaba el corazón de los asistentes. Era como si los Stone Roses hubieran tocado «Fool’s Gold» en bucle poseídos por unos Talking Heads gallegos, exudando agitación y vitriolo.

Fin de fiesta para La Casa Azul y su show saltarín y tecnológico, inteligible, potente e inteligente. Pequeños melodramas con estribillos perfectos y melodías acorazadas por la electrónica como «Ataraxia», «Los chicos hoy saltarán a la pista» o «Esta noche solo tocan para mí», todas iguales, todas diferentes, rebosando esa sustancia insólita capaz de unir a miles de personas separadas durante tanto tiempo: el pop.