La penúltima vez que vi a Cracker fue en Sevilla hace exactamente cinco años. Vivía en Huelva, conduje hasta la Sala X, donde tocarán mañana mismo, y me volví a casa después de un soberbio concierto con un marcado sabor a country gracias a la steel guitar que llevaban en aquella gira. También discutí con otro espectador por coger la setlist del cantante, David Lowery. Ya saben, esa lista de canciones que los artistas escriben en un folio y pegan al suelo para saber qué tienen que tocar. En esta vida, yo me he pegado poco y mal, pero les prometo que aquel nota estuvo a punto de comerse una hostia como la Torre del Oro. Y no me jodan con la paz y el amor, como cantaron con palabrota incluida los estadounidenses el sábado por la noche en La Rambleta: en la porfía del papelito, que al final se vino conmigo, iba mi estabilidad mental.
Les cuento esta estupidez sin el menor ánimo de quedar como un matasiete, pero sí con el de adelantarles que esta crónica es absolutamente subjetiva. No seré imparcial, pero al menos les soy sincero. La actuación de anteanoche fue el concierto del año y uno de los mejores de toda mi vida. Miquel Àngel Landete me anunció esta conclusión con su conmovedora faena de telonero, irradiando puro amor, calidez, esperanza y nostalgia con esa poesía que arranca de su propia vida y de la pasión por su oficio de escribir canciones. Verle cantar «El cant del consol», «Abans» i «El signe dels temps» te revela que estás ante algo muy grande, aun cuando no se suba Johnny Hickman a tocar con él.
Así que allí estábamos, como la última banda de rock del planeta, dijo Lowery al empezar el concierto con «Seven days». Para mí lo son. Tanto si los veo de pie borracho, sentado con mascarilla o colgado boca debajo de los dedos gordos de los pies recibiendo latigazos. La actuación transitó por la senda del rock americano potente, afilado y veloz. Repartiendo estopa con orgullo, fiereza y celo profesional. En formato cuarteto, a piñón y sin contemplaciones, la noche iba de riffs pesados y cortantes, de punteos intensos y emocionantes, de vociferar por un mundo perdido que resucita en noches así por obra y gracia de cada palabra que suelta ese talentoso y combativo anti frontman que es David. Con Johnny, el último guitar hero que se subirá a un escenario, apuntalando con su versátil lenguaje cada frase de su compadre. La sección rítmica funcionaba como una locomotora de vapor, que sólo aminoraba cuando se acercaba a las estaciones de «I want everything», perfecta en su divinidad de himno góspel o a «Dr. Bernice», con su ritmo de vals sombrío.
Después de «Eurotrash girl», con las emociones a flor de piel, yo ya no conocía ni a mi padre, pero me pareció comprobar que «Low», esa inyección de años noventa en vena, fue acogida con un regocijo espectacular por los chicos de Raza, Tranquilo, Revolver o Rocafull. Gente que hoy, camino de la cincuentena, también lucharía por llevarse una reliquia de Cracker a su casa ya que, al fin y al cabo, en sus melodías reside un pedazo de ellos mismos.