Tengo aquí sus libros. Ocupan mucho sitio en las estanterías porque son gordos. Ella sabía que a mí no me gustan los libros gordos y que sólo los leo si los han escrito los amigos. Un día leyó una entrevista en que yo decía eso y me advirtió: voy por la página mil y aún me quedan unas cuantas. Se refería a ‘El corazón helado’. Luego, en la edición primera de 2007, se quedó en novecientas treinta y una. No está mal la cosa. Tengo aquí sus libros. Pero sobre todo tengo aquí el tiempo que personalmente compartimos y el que vamos construyendo cada cual para que el mundo no sea una mierda. Ahí, en ese sueño compartido, andaba con Almudena Grandes a todas horas, aunque fuera desde lejos. «Pongo la mano sobre la amistad», escribía María Teresa León. Eso nos juntaba en esa revolución insobornable que hoy más que nunca es sabernos juntos lejos de las traiciones, de las emboscadas del tiempo, de los sueños que poco a poco o de golpe se nos fueron convirtiendo en pesadillas.

Ahora «tu amiga madrileña», como me escribía en la dedicatoria de esa novela que antes les decía, se fue a una «Penumbra a la que nos acostumbramos / cuando se apaga la luz». Los versos de Emily Dickinson que hablan de la Muerte, una palabra que la escritora estadounidense escribía siempre así, con la inicial mayúscula de las ausencias largas. La vida es lo que hubo y seguirá habiendo para que esa Penumbra no se nos haga costumbre, para que no sea lo mismo vivir que resignarnos, para que lo que hagamos sea algo no sé si importante pero sí que al menos no nos avergüence. De eso sabía mucho -lo sabía todo- Almudena Grandes. Mucha gente leía sus novelas, sus artículos periodísticos, la escuchaba en la radio y en cualquier sitio al que acudiera para contarnos sus historias. Yo me quedo con ‘El lector de Julio Verne’, su novela más flaca. Pero no por eso, sino porque descubro en ella personajes y paisajes felizmente compartidos, como si esa novela y las que yo escribo fueran una misma versión de un tiempo sometido a la devastación. Aquel tiempo de la Segunda República repudiado por el fascismo de entonces y que siguen repudiando sus herederos ahora mismo. Esos desalmados de Vox que la insultaban en el día de su muerte hablando del odio, del odio de Almudena Grandes. Hacia quién sentía odio. Lo que sentía -como yo mismo- era una tristeza y una rabia inmensas al ver cómo poco a poco nuestra democracia se ensanchaba paradójicamente para dar cabida a sus más feroces enemigos.

Era (cuánto me cuesta escribir en pasado esta columna) una criatura llena de fuerza, tan llena también de esa energía que nos hace falta para ser como críos algunas veces y jugar a que la vida no sea sólo cabrearte con el mundo. Aquella noche de hace muchos años en que después de un homenaje en Madrid a la vieja resistencia guerrillera íbamos a cenar algo y, en uno de esos locales que sirven sándwiches y venden libros y periódicos, nos dedicamos como niños traviesos a esconder los libros fachas sobre la República y la guerra. Tengo aquí una foto que ha circulado mucho estos días por las redes. La hizo el Flaco cuando el Festival por la República que organizó el Ayuntamiento de Benetússer a mediados de abril del año 2005. Ahí estamos Almudena y yo, que presentamos el acontecimiento, con Pilar Bardem, Azucena Rodríguez y Luis García Montero como testimonios de una celebración inolvidable.

Sé que estos días se habrá dicho casi todo sobre su vida y su literatura. Hace unas semanas contaba aquí mismo que José Saramago prefería hablar de la vida más que de la literatura. Yo también lo prefiero. Por eso la seguiré recordando llena de vida, de una alegría que todo lo desbordaba, de sus tristezas cuando veía que el mundo, como en los bombardeos de Casablanca, se iba desmoronando poco a poco a pesar de que el amor pudiera posiblemente sobrevivir a la catástrofe. La vi por última vez en el tanatorio madrileño de Tres Cantos el pasado domingo. Cuando he visto las imágenes de su entierro en el cementerio civil de Madrid, tan abarrotado de gente con sus libros, me ha venido a la cabeza ‘Queremos tanto a Glenda’, el inmenso relato de Julio Cortázar en que rinde homenaje ficticio a la actriz Glenda Jackson. Lo he sacado de la estantería: «Realmente era difícil saber, por encima de la publicidad, de las colas interminables, de los carteles y las críticas, que éramos tantos lo que queríamos a Glenda».

El otro día nuestro querido Jesús Maraña, con quien tanto queríais, recordaba en infoLibre que «De Purísima y Oro» es la canción de Joaquín que más te gustaba. Una lejana noche, en su casa de Madrid, me ponía él las canciones de ‘19 días y 500 noches’ antes de convertirse en disco y le dije que «De Purísima y Oro» era lo mejor que había hecho hasta entonces. Por eso siempre que la escuche a partir de ahora será como si la vida de antes, aquella vida dolorosa de la derrota republicana que tantas veces contamos en nuestras novelas, y la que ahora vivimos nos siguieran juntando para no decirnos adiós nunca jamás, aunque el mundo se vaya desmoronando poco a poco a nuestro paso.

En el tanatorio había uno de esos cuadernos donde la gente deja constancia de su afecto en el momento triste de la despedida. Yo iba a escribir algo, pero no lo hice. Lo hago aquí, ahora, a una semana justa de aquella despedida: te querré siempre, Almu, mi amiga madrileña. Aquí te lo dejo, en esta columna que hoy es la de una soledad infinita en mi particular y lleno de tristeza libro de los adioses. Y un beso grande, muy grande. Como siempre.