La vida es muchas veces buscar otras vidas lejos de casa. Hay sitios donde la vida y la casa están amenazadas. El miedo las encoge, las adentra en lo más oscuro de la condición humana, les niega una dignidad que a nadie le deberían negar por ser lo que se es y no otra cosa diferente. Miras lo que te rodea y lo que ves es una extensión inabarcable de renuncias. Hay que abandonar lo que se quiere para buscar a saber qué en otra parte. Algunas noches piensas que en otra parte habrá otra manera de vivir que no sea una emboscada. Y entras en ese «sueño inacabado» que escribía Cristina Peri Rossi cuando salió de su Montevideo natal poco antes del golpe de Estado de 1973. Un sueño inacabado que, como añadía la escritora uruguaya, «se repite siempre». Lo que encuentras en la otra orilla de las amenazas son más amenazas. Pero eso no lo sabías entonces. Entonces sólo pensabas que podías ser feliz lejos de casa, de esa desposesión que se incrustaba en las paredes de tierra, de lo que parecía tuyo y tuyo sólo fueron la huida, el desasosiego y esa temblorosa incertidumbre que te acompañarían todo el viaje.

Y precisamente ahora, cuando el viaje llegó a su final hace mucho tiempo y descubriste que era posible vivir lejos del miedo, es cuando te sale alguien gritándote que aquí no pintas nada, que te vuelvas con tu música al pueblo de donde saliste, que nunca vas a ser como si fueras de aquí y no del sitio inmundo de donde escapaste con los sueños casi como único equipaje. Piensas en lo que has conseguido desde entonces y descubres que el tiempo de ahora ya no es aquel tiempo, pero a veces se le parece demasiado. Eso piensas. Como si huir del horror fuera imposible, como si el principio y el final, como decía T. S. Eliot, fueran lo mismo aquí y en todas partes.

Una pista de hielo en la ciudad de València. La víspera de Reyes. Una niña juega en esa pista. Parece que se tropieza con otra niña más o menos de su edad. Diez años, dicen las crónicas que hablan de esa tarde. Los padres de esa otra niña se revuelven y gritan: «Negra de mierda. Vete a tu país». Y luego, dirigiéndose a la madre: «Tu hija tiene cara de peligrosa y asquerosa». Negra, peligrosa, asquerosa: pronunciadas así, esas palabras, con el odio de quienes se empeñan en que a este país regrese la brutalidad del racismo y la xenofobia. No sé si alguna vez se fueron ese racismo y esa xenofobia. Creo que no. Pero ahora se sienten más cerca que nunca. La derecha y la extrema derecha nos los acercan a todas horas para que no olvidemos que aquí existió una vez el desprecio a las diferencias. Y siguen dando la matraca con la mentira de que esa extranjería que llegó para encontrar aquí algo mejor nos lo roba todo. Hasta un pedazo de hielo en una pista donde críos y crías se divierten una tarde de invierno sin escuela.

Pero no sólo hablaron los del odio y el desprecio esa tarde en València, en la pista de hielo instalada en la plaza del Ayuntamiento. Mucha gente que fue testigo de los insultos salió en defensa de la niña, se encaró a los del grito y hasta llamaron a la policía para que la pareja de energúmenos no se saliera de rositas. No sé si se saldrá de rositas, esa pareja de indeseables. Ojalá que no. Pero no sé. La familia de la niña ha presentado la correspondiente denuncia, con el apoyo de la Federación Unión Africana. Y la respuesta de Kendia Doumbouya, la madre de la niña: «Soy africana y soy feliz de ser negra, y me moriré negra. Pero no voy a permitir que se insulte a mi hija por su color de piel porque es menor de edad, nacida en España».

Nacida en España. Eso dijo la madre. El tiempo pasa y a veces es como si no hubiera pasado. La gentuza que siembra el miedo con sus eslóganes racistas y xenófobos, que amenaza a quienes desde el movimiento LGTBI se desloman para asentar sus derechos insobornables, que no se cansa de intentar devolver este país a la condición más despótica y miserable de su historia.

Salir de la casa cuando la casa y la vida amenazadas son testigos mudos de la huida. En la otra orilla ha de haber una vida diferente. Luego llegas y descubres que los sueños siempre serán inacabados, como todos los sueños. Pero también descubres, también descubrimos, a madres como Kendia Doumbouya, africana y feliz de ser negra hasta la muerte. Una mujer que no sólo defiende a su hija de diez años, sino esa dignidad que nadie, nunca, podrá arrebatarles a ella y a quienes como ella buscaron lejos de casa una vida mejor y felizmente diferente. Para que se cumplan esos sueños escribo este domingo. Para eso escribo. Para eso.