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MÚSICA CRÍTICA

Sokolov, más allá…

Sokolov

… de la emoción, del asombro, del entusiasmo, de la sensibilidad, del éxito, de la hipérbole… Grígori Sokolov y su piano van más allá. Cualquier adjetivo es huero. El viernes, en el más turbador recital que el crítico le ha escuchado en tres décadas, el genio del teclado fue aún más allá. Borró límites y conjeturas, y se adentró en una forma de hacer música, en un universo en el que obra de arte, instrumento, intérprete y público forman comunión irrepetible, quizá aquello que decía Celibidache de la vivencia irrepetible del concierto. En su sagrada y laica cita anual con los abonados -aquí- privilegiados del Palau de la Música, volvió a hacer sentir la gloria del piano. En sus manos virtuosas, en el alma de artista, en su liturgia irrenunciable de servidor de música, habitó y palpitó lo mejor: la fuerza de Guilels, el enigma de Richter, el genio de Arrau, la magia de Rubinstein, la transparencia y pulso de Alicia, el virtuosismo de Godowski, la perfección de Michelangeli… ¡y hasta el capricho de su admirado Gould!

Todo habita y convive en su pianismo absoluto y conciliador. Indescriptible, inenarrable lo que el viernes se vivió y sintió en el casi abarrotado Auditori del Palau de les Arts. Las mal llamadas Variaciones Heroica transcurrieron fieles al nuevo camino -estético y pianístico- al que se refiere el propio Beethoven cuando en 1803 publica esta serie de quince variaciones culminadas con una fuga tan genial como peliaguda para el intérprete. Sokolov, artista cabal, beethoveniano fervoroso desde siempre -¡cómo olvidar su legendaria interpretación de las Variaciones Diabelli, en San Petersburgo, en junio de 1985!-, revivió ese mundo nuevo, en la encrucijada de los albores del siglo romántico, abriéndolo e impulsándolo a un futuro que se proyecta con luminosa fuerza a la «apoteosis de la melancolía» que son los tres Intermezzi opus 117 de Brahms con los que tan lógicamente cerró la primera parte del programa.

En la pausa se hacía incómodo volver al mundo, a un mundo que incluso se coló durante la liturgia del concierto con groseros teléfonos móviles -alguien tuvo que salir a escena al comienzo de la segunda parte, para pedir expresamente que se desconectarán, tras el bochorno de los varios que sonaron en la primera parte-, y de la gente que entró entre Beethoven y Brahms para vulnerar la liturgia del concierto y convertirlo en un casal fallero. Hora es de que, como ocurre en los países, ciudades y teatros de abolengo musical, no se permita la entrada entre obra y obra de los rezagados y tardones.

En la segunda parte, la Kreisleriana de Schumann se reveló plagada de colores, registros, detalles y fantasía; de una fantasía tan libre como escrupulosa en su cuadratura métrica. Los ocho episodios –»fantasías para piano» los llamó el compositor- se sucedieron tan autónomos como hilvanados en su schumanniana arquitectura; de tiempos, detalles y dinámicas infinitas más que extremas. El legato, colores y fraseo convirtieron el Steinway concienzudamente preparado por el artista Javier Clemente en el mejor stradivarius imaginable. No cabe hablar de versión. Schumann, el pianista, el compositor, hubiera sido el primero en airear, agitado, incrédulo y maravillado, más que «ésta es mi Kreisleriana», “¡esta es la Kreisleriana!». Universal y de todos. Como Las meninas o el Quijote. Dominio público.

Después, llegó la parafernalia. Aplausos interminables, bravos fervorosos, salidas y entradas a saludar, los seis bises de casi siempre (Brahms, Rajmáninov, Scriabin, Chopin)… La vuelta al mundo. Al feo mundo de Casado y Ayuso, de Rusia y USA con el señuelo de Ucrania, del Palau Tancat, del covid y de los naufragios, de los curas abusadores, de la violencia de género, de los ricos y pobres, de moros y cristianos… ¡El pan nuestro de cada día! Sokolov nos alejó de ese pan nuestro para sumergirnos en la «vivencia irrepetible del concierto». Ni siquiera los groseros teléfonos móviles ni la marabunta a destiempo pudieron romper el sortilegio.

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