Hacia la mitad del concierto que Tenda ofreció en Jerusalem y en el que presentaba «Última generació(n)» una botella de agua se derramó por el suelo del escenario. El líquido discurría peligrosamente hacia los cables, los pedales y las setlist y Martín Tarrasó pidió al personal auxiliar que por favor pasaran un mocho. Dos metros a su izquierda, Claudi Penalba le ofreció una toalla oscura, grande, mullida y esponjosa, como con la que se seca un arzobispo. A los guitarristas, bloqueados con aquel telón en la mano, les sabía mal usarlo para algo tan prosaico, con miedo de echarlo a perder o como si luego tuvieran que lavarlo ellos mismos. ¡Pero si los Guns and Roses pedían 250 de esas en cada concierto por puro placer, y Kanye West exige que sean de Versace!

Entonces caí en la cuenta. Son cuatro críos petándolo en una sala incómoda y con el sonido más complicado y desagradable de la ciudad, presentando un disco soberbio en un sold out de quinientas personas que, posiblemente, guardarán el recuerdo de este concierto, quizá en el cajón de los ritos de paso o iniciáticos, como uno de los mejores de su vida. Así lo aseguraban, al menos, algunos asistentes después de haberlos visto actuando varias veces.

Ese sentimiento también parecía haberse adueñado de los músicos, que sonreían entre extasiados y abrumados, se besaban, se abrazaban y celebraban el final de cada canción como si fuera el gol que les iba a dar la copa. Volcaron talento a toneladas a través de una actitud cohibida, agradecida, modesta y combativa a la vez. Devolviendo el cariño que el público les regalaba, tocando fuerte, rápido y bien esa música levemente angustiosa, áspera, tensa y melódica, que parece salir de una olla a presión con la válvula cegada que te mantiene alerta pero que nunca acaba de explotar. Con influencias clásicos y grupos alternativos y unos mensajes hermosos, sentidos y bien escritos, con carácter intergeneracional como demostraba el rango de edad de la sala.

La peña lo cantaba y lo bailada todo. Normal con canciones tan potentes como la tremenda «2050», con punteos tan finos como los de la reflexiva «Vidres trencats», con la engañosa alegría de «Xics» o con la furia épica de «Carn fresca». La noche del viernes guardaba sorpresas, como la aparición de Esther para cantar «Fe cega», un pelotazo incontestable, urgente y directo que aceleró el show; el experimento visual de la videoartista María Varo y sus cámaras térmicas en «Humo», el elegante piano del docto Marc Sarrià o la espectacular faena de Juan Zanza, de Valira, con «Tan mal», un verdadero monumento que, o te arregla el alma o te la parte por la mitad, porque es tan de verdad como la carne y la sangre de la que están hechos estos jóvenes a los que les queda tanto por vivir.

Tenda triunfarán, fracasarán, discutirán, se separarán, seguirán juntos para siempre, emprenderán proyectos paralelos o en solitario, pero cuando alcancen la edad de sus padres podrán decir que una vez se embarcaron en la aventura más emocionante, maravillosa y extraña de un ser humano: una banda de rock. Y que, con dos discos y unos pocos conciertos, fueron fundamentales para la educación sentimental de no importa cuántas personas ni de qué edad. Y eso hay gente que, con treinta años de carrera, no podrá decir jamás.