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Crítica

El tiempo de las lilas y de las rosas

El concierto de Lied. Miguel Lorenzo

De lilas, de rosas y de claveles; de primaveras que ya no florecen; de la vida, de la muerte, del amor y del mar, y de muchas más cosas versó el poético, íntimo, recital al oído con el que el tenor francés Benjamin Bernheim (París, 1985) ha estremecido -ni una tos, ni un susurro, salvo un móvil que asesinó sin piedad ni rubor el bis de Morgen- al público que el domingo se congregó en la Sala Principal del Palau de les Arts para participar en su debut en València. Bernheim puso bien de manifiesto las razones por las que hoy es una de las estrellas más codiciadas en la escena operística internacional. Tenor y público compartieron el privilegio de la pianista canadiense Carrie-Ann Matheson, que hizo evidencia que en el universo del Lied, el teclado es tan sustancial como la voz; un único palpitar, un solo instrumento de teclas y cuerdas vocales.

Bernheim tiene ese modo de decir, de dejar respirar, transpirar y flotar la música, que distingue a los más grandes. Como Fischer-Dieskau, Flagstad, Kraus, Pavarotti, Ferrier, Victoria, o sus paisanos Souzy y Thill, el cantante francés impone la expresión y el estilo, el gusto por el detalle, por el pétalo de la rosa del Poème de Chausson, por el verso y su sentido fusionado con la música. Espejo del alma, de los sentimientos que viven aletargados, casi ajenos al loco día a día de un tiempo en el que no hay quietud para oler las lilas, sentir el rocío del mar, escuchar el canto del pajarillo o deslumbrarse ante un amanecer.

El programa, trazado como una meditación sobre esas reflexiones íntimas que, en el fondo, a todos afectan y a todos punzan, partió del poema en forma de tríptico que en 1893 estrena Chausson con palabras de su amigo Mauricio Bouchor, y se cerró con tres canciones de Duparc, la última de las cuales fue precisamente la que cierra su catálogo, La vie antérieure. “El secreto doloroso que me hacía languidecer”, dice el último verso de esta canción con la que Bernheim, en un diminuendo y pianísimo inenarrable, quiso concluir el círculo cerrado, concéntrico, de un recital de rotundo aromas galos, pero en el que no faltaron en su sección central cuatro Lieder de Brahms, vinculados por la temático común, por la reflexión universal de primaveras, ojos azules, rosas y despedidas. Sombras y luces. ¡Uf!

Benjamin Bernheim sirve esa manera de decir, esa expresión que cala en lo más hondo, a través de una voz privilegiada, profundamente bella (no exagera el Süddeutsche Zeiting al tildarla como “la más bonita de tenor desde Luciano Pavarotti”); poderosamente proyectada incluso cuando los pianísimos rozan el silencio absoluto. Una voz que mantiene homogéneamente sus características y cualidades en todas las gradaciones dinámicas. También en la extensa tesitura. Un instrumento que jamás se siente forzado, natural y perfectamente integrado en una expresión harmoniosa en la que cuerpo, gesticulación y presencia escénica se integran unísonamente. Nada es exagerado ni excesivo. Es. La veracidad del intérprete no deja rescoldo a la duda ni al artificio.

Contó -hay que repetirlo- con la complicidad, que no acompañamiento, del piano de Carrie-Ann Matheson, cuyo currículo y maneras delatan una personalidad de intensa raigambre lírica. Convirtió el piano en fuente de belleza, inspiración, en la que armonías melodías y sugestión abrazaban la otra parte del instrumento único que, cuando se canta y toca así, configuran voz piano. Ni siquiera en el Poème de Chausson, para voz y orquesta (aunque estrenado por vez primera en Bruselas, con el compositor al piano) se echó de menos la coloreada opulencia de la orquesta. Como ocurrió luego, en la operística tanda bises, donde Matheson y Bernheim elevaron al infinito la temperatura emocional del recital con las arias de Lenski (“Kuda, Kuda”), Pinkerton (“Adieu, Sejour Fleuri”, así, en francés, haciendo patria, se escuchó el “Addio, Fiorito Asil”) y un Pourquoi me réveiller cuya morbidez, belleza vocal y alma hubiesen ovacionado juntitos Georges Thill y Alfredo Kraus. Lo del Morgen de Strauss, con su lentitud infinita, con sus espaciados silencios henchidos de música, es incontable. Casi tanto como el Dvořák del jueves de Truls Mørk y el recital de Sokolov del viernes. ¡Vaya gozada de fin de semana!

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