L a política tiene muchas veces las trazas arrebatadas de un bolero. Pero sin la nobleza grande de José Alfredo Jiménez o Chavela Vargas. El amor de antes se ha convertido en odio a muerte. Del te quiero más que a mi vida se pasa en un plisplás al te mato o me matas. Así, sin acordes de transición. Las palabras dulces en una noche de serenata son ahora la violenta expresión de un desamor que pide sangre. El abrazo que juntaba lloronas emociones de complicidad ya no es abrazo sino una clamorosa exigencia de venganza. La política -cada una en su tiempo: recuerden las traiciones de los suyos a Pedro Sánchez- es cada vez más una mala copia de Sálvame, Al rojo vivo o El programa de Ana Rosa. Ahora les ha tocado el turno a Pablo Casado y a Isabel Díaz Ayuso. Te mato o me matas. Pues te mato. Y que canten a corazón abierto los mariachis.

El poder es paradójicamente miedoso. Cuando lo tienes, todo son fantasmas que convierten el sueño en una pesadilla. Y es entonces cuando el poder convierte los monstruos que sueña en una realidad que lo enloquece. La corrupción de la presidenta madrileña se conocía hasta en la Polinesia, que no sé muy bien dónde está, pero seguro que muy lejos. Y no sólo por la de la pasta gansa que se ha llevado su hermano por traer mascarillas da baja calidad desde China, sino por muchas más en que casi siempre andaba pringada su familia. Lo del hermano es muy gordo porque mientras las personas mayores se morían como moscas en las residencias madrileñas, la famiglia se apretaba en los negocios con la sangre más fría que el iceberg asesino del Titanic. Tú aspiras a moverme la silla, pensaba Casado, pues te vas a enterar cuando se sepa que hacías negocio con la muerte de los inocentes. Que si me voy a enterar, respondía en soliloquio Ayuso, pues verás tú cuando se sepa que contrataste espías para desbaratar mi admirada imagen de influencer entre nuestra leal infantería. Qué espectáculo más surrealista: las pobres vacas y los juerguistas botellines de cerveza a hostia limpia por las calles de una militancia que habría de elegir, a golpe de silbato, en qué lado de la batalla dejar caer sus armas.

El PP valenciano, con Carlos Mazón y María José Catalá a la cabeza, se vio sorprendido en esa coyuntura. Cuando surge el conflicto, los dos son fanáticos a tope de Casado y García Egea. Ahora ya andan arrodillados en los confesionarios del partido para arrepentirse de sus afinidades anteriores y jurar amor eterno a Díaz Ayuso y su nuevo compadre, el gallego Alberto Núñez Feijóo, ungido como nuevo líder antes de que las encuestas anuncien que Vox supera en votos al Partido Popular. Al fin y al cabo, apostar aquí por la presidenta madrileña es lo más fácil: supone seguir la larga tradición valenciana de su partido: la de la corrupción. Me veo a Zaplana, Camps y Alfonso Rus pidiendo la vez para que se les reconozcan los servicios prestados. Camps ya lo hizo hace tiempo. A ver si ahora tiene más suerte y entra, con los nuevos tiempos, en el cupo de la regeneración.

Al pie de la reja donde se dedican palabras dulces los enamorados, hay ahora un reguero de sangre fresca. No es la de un bolero, para nada lo es. Aunque la sangre sea la de Casado, podría ser perfectamente la de su rival. A fin de cuentas, tampoco hay entre el hombre y la mujer grandes diferencias: no los juntaba el interés del uno o la otra por construir un mundo mejor, sino las ansias de poder dentro de su partido con el fin de construir un mundo mejor para ellos y los suyos. Nunca nadie mintió tanto y con tanta violencia como el ya agónico expresidente del PP. Tampoco nunca hubo nadie capaz de dejar morir a tanta gente en pleno auge de la pandemia, ni de vaciar la sanidad pública madrileña para entregarla al negocio privado, como esa mujer que pervirtió la palabra libertad con una frivolidad que sólo pensarla pone los pelos de punta.

Miren lo que escribe el magistrado Joaquim Bosch en su excelente libro La patria en la cartera: «La corrupción ocasiona un deterioro muy grave a las instituciones, al promover la percepción de que los cargos públicos no persiguen el bien común, sino satisfacer únicamente sus propias ambiciones personales». Más claro, ni el agua. De momento, el muerto es Pablo Casado. Y digo de momento porque a lo mejor la justicia llama a Isabel Díaz Ayuso para que dé cuenta de sus numerosas y más que supuestas tropelías. No es que la justicia sea mucho de fiar, sobre todo cuando ha de enfrentarse a sus amigos. En todo caso, yo no asistiré a ninguno de los dos entierros, pero conozco, sin temor a equivocarme, la escena de la despedida: no serán Chavela Vargas ni José Alfredo Jiménez quienes les canten en su funeral, sino Miguel Bosé entonando con Abascal y sus falanges los himnos valientes de su patria. ¡Señor qué cruz!