Pues eso, que cumples una edad, te pones a procrear como si tuvieras que repoblar un mundo postnuclear y abandonas viejas costumbres porque la familia requiere de tu compromiso. Y tú, que no fallabas una verbena, te pierdes hasta a los Tindersticks tocando en casa de tu prima. Últimamente he visto cambiar la tendencia. Los padres y madres musiquetas deciden acudir en compañía de sus retacos a festivales. De música para adultos, digo. Bien porque no les queda otra, o porque han decidido dar vacaciones a los abuelos, o simplemente porque les apetece, que cada quién es cada cual, se ven tribus enteras disfrutando de estos acontecimientos. A horas decentes, se entiende. Responsabilidad y discreción en estos recintos, por favor. No pase como aquel renacuajo que pedía mojar el dedo en el mismo picapica que el tío Miguel, o aquella criatura que puso una lógica cara de asco después de haber pegado un trago bandolero al terroríficamente ubicuo aperol spritz.

Estos eventos multitudinarios ofrecen en ocasiones servicio de guardería, talleres y pintacaras para entretener a los peques que, las más de las veces, no tienen interés ninguno en las bandas que tocan. Te los quitan un rato de encima, sí, pero te vas con la sensación de que no han intentado integrarlos ni un mínimo en el ambiente. Por pedir, molaría que tuvieran alguna actividad relativa al asunto musical o que salieran con el careto pintado estilo Kiss, Michael Stipe o Alice Cooper.

La pandemia trajo nuevos horarios y, de un tiempo a esta parte, se han puesto de moda las matinales o sesiones vermut. Salir de un garito acompañado por la luz del día después de haber estado un buen rato gozando de música en directo con los compañeros de antiguas correrías nocturnas y sin el adobo habitual tiene su gracia, la verdad. Y luego, a comer en parentela con una limpia sonrisa en la cara en lugar de esa máscara desfigurada que pide más cama que paella y que, equivocadamente, sólo tú crees advertir. Con chiquillos de por medio, el bienestar de conciencia que experimenta el antiguo gambitero es inenarrable. Disfrutas hasta viendo a los niños de los demás. Ahora, hay que escoger bien el concierto. En general, y por no abrumar a la prole con sonidos extremos, interesa acudir a bolos más o menos tranquilos. El otro día tocaron Novembre Elèctric en el 16 Toneladas y una pareja se llevó a su nano, digo yo que era suyo, de apenas cuatro años. Daba gusto ver bailar al notilla protegido por unas orejeras amarillas de obra, portándose estupendamente.

También el lugar importa. Centros culturales luminosos y diáfanos, como La Fábrica de Hielo o La Casa de la Mar, han abrazado la filosofía kid friendly y ofrecen música en horario diurno, pero también comida, espacio y actividades pensando en los churumbeles. O sitios como La Pinada Fun. A ver quién no se lleva a sus hijos para escuchar la pinchada de un colega, en comandita con otras familias con los mismos intereses musicales, en una pinada de las afueras con un terreno interminable donde no pierdes de vista a los moniatines ni deseándolo con todas tus fuerzas.