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Más allá de la habladuría y los agüeros

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La Orquesta de València toca en París C. M.

ORQUESTRA DE VALÈNCIA. Anna Lucia Richter (mezzosoprano). Alexander Liebreich (director). Programa: Obras de Silvéstrov (Música silenciosa), Bizet (Les nuits d’été, para voz y orquesta), Martín i Soler (Obertura La caprichosa correcta) y Mendelssohn-Bartholdy (Sinfonía “La Reforma”). Lu­gar: París, Salle Gaveau. Entrada: Alrededor de 800 personas (80% del aforo). Fecha: viernes, 8 abril 2022.

Ni la intensa lluvia que el viernes bañaba París, ni siquiera los pájaros de mal agüero pudieron frustrar la realidad inapelable del éxito. De público y artístico. La Orquestra de València ha triunfado con todas las de la ley en su vuelta a la capital gala tras 72 años de ausencia. Ha sido en la Salle Gaveau, un lugar emblemático de la música francesa, testigo, a principios del siglo XX, de los primeros éxitos internacionales de José Iturbi. Ante un público variopinto que casi colmó las mil butacas distribuidas en la platea y los dos pisos de balcones; ante un auditorio aplaudidor a destiempo -en todos sitios cuecen habas- en el que no faltaron políticos y representantes diplomáticos, desde el alcalde Ribó a los embajadores de España en Francia y ante la Unesco, el exministro valenciano José Manuel Rodríguez Uribes. También asistieron muy importantes figuras de la música actual, como el compositor Pascal Dusapin, figura señera de la creación contemporánea, heredero de Messiaen y Xenakis, quien al final del concierto, en el vestíbulo, no escatimó elogios a tan “magnifique concert”.

Ni siquiera los pájaros de mal agüero pudieron frustrar la realidad inapelable del éxito en París

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Y, sí, fue un concierto “magnifique”, en el que la Orquestra de València convenció a todos. Arropada por la sobresaliente acústica de la sala parisiense, apoyada en el profesionalizado e inspirador trabajo de su titular, Alexander Liebreich, e impulsada por la entrega y disciplina de unos músicos que firmaron una de sus mejores actuaciones, la vuelta de la OV a París cobró rango de acontecimiento con un programa comprometido y exento de concesión; sin más demagogia que el empalagoso fragmento del ucraniano Valentin Silvéstrov que se metió con calzador al principio de una actuación de fuste en la que tanta simpleza y sacarina no pegaba ni con cola.

Tras esta minucia inicial, la gran música llegó de la mano de Ravel, con su poema coreográfico Mi madre la oca, de la que se escuchó una pulida y vaporosa suite que estableció el alto nivel artístico que marcó todo la velada. Dinámicas, transparencias y colores fueron detalles de una narrativa visión en la que Liebreich dejó respirar y transpirar una música que, como decía Ravel, es “fantasía y efusión”. Ma mère l’oye fue preludio del primer momento culminante de la noche: Les nuits d’été (La noches de estío), el ciclo de seis canciones para voz y piano sobre poemas de Théophile Gautier que compone Berlioz en 1841 y orquesta en 1856.

Seis joyas para mezzo y orquesta que atesoran momentos tan excepcionales como la canción “El espectro de la rosa”. Por expresión, vocalidad y temperamento, la mezzo alemana Anna Lucia Richter se reveló intérprete ideal. Poco importó que cantara con la vista clavada en la partitura, o que algunos agudos se percibieran levemente forzados. Sobre estos detalles, y siempre con el meticuloso y atento acompañamiento de Liebreich y los profesores valencianos, impuso su manera de decir y entrega escénica. Inmensa ovación, potenciada luego, al final, cuando reapareció en escena con unas sobreactuadas pero fascinantes seguidillas de Carmen que fueron descolocado final del concierto.

La Orquestra de València brilló compactada y a su más alto nivel

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Entre Berlioz y Bizet, Liebreich y sus músicos rindieron tributo a la música valenciana con una vibrante y brillante lectura de la obertura de La caprichoso correcta, de Martín i Soler, dicha sin complejos historicistas y sonoridades abiertas y extravertidas. Fue el preámbulo de la Sinfonía La Reforma que completó la segunda parte del surtido programa. Obra de juventud pero cuajada madurez, Mendelssohn-Bartholdy es apenas un veinteañero cuando en 1830 trabaja en esta sinfonía preñada de referencias, incluidos el prodigioso “Amén de Dresde” (el mismo que luego, medio siglo después, citará y recitará Wagner en Parsifal, el místico “festival sacro-escénico” que culmina al final de su vida), y el coral luterano Ein’ feste Burg ist unser Gott en el que se sustenta el cuarto y último movimiento de la sinfonía.

La Orquestra de València, que siempre ha tenido una relación complicada con la música exenta de recovecos y tapujos, clásica y romántica a un tiempo, de Mendelssohn-Bartholdy, bordó en París la que quizá haya sido su mejor interpretación del creador de El sueño de una noche de verano. La cuerda, que siempre ha sido talón de Aquiles, sonó homogénea y unísona, con inusitados empaste y ductilidad. El trabajo revitalizador de Liebreich mucho tiene que ver con esta mejora evidente. También, ¡cómo no!, el empeño, profesionalidad y pundonor de unos músicos que viven y disfrutan una nueva y estimulante atmósfera laboral y artística. Liebreich ahondó en la entraña de la obra maestra, se sumergió en sus viejas y nuevas resonancias, para coronar una versión de honduras exentas de afectación. Improcedente en esta ocasión destacar a tal o cual músico. Todos brillaron compactados y a su más alto nivel. Y esto, más allá de habladurías, del aplauso o del exitoso regreso a París, es lo más remarcable de este concierto en el que, sobre todo y todos, triunfó la mejor música. Francesa, alemana y española.

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