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Fuera de compás

Santos que yo te pinte

Fernando Soriano

Así como lo leen, sin tilde. Que el acento se puede variar como recurso melódico en una canción, pero de ahí a representarlo gráficamente y cambiarle el tiempo verbal a la frase, ni de coña. Es lo que explica Antonio Arias, de Lagartija Nick, acerca de la canción que coescribió con Jota, de Los Planetas, y que aparece en aquel fabuloso «Unidad de desplazamiento». Entre la maraña eléctrica, la voz del granadino, en una de las primeras aproximaciones siquiera tangenciales de la banda a los sonidos flamencos, advierte a su pareja de que si termina con la relación va a ser muy desgraciadita en esta vida, porque como él la ha querido no va a quererla nadie. Santos que yo te pinte, demonios se tienen que volver. Toma ya maldición gitana.

Pep Gimeno «Botifarra» en concierto. | LEVANTE-EMV

Todo este rollo para decirles que hoy celebramos San Vicent Ferrer y que, de todas las veces que lo han representado, ninguna me ha llamado más la atención que la pintada por la voz de Pep Gimeno «Botifarra» en el romance del pueblo de Torrella que le enseñó el tío Vicent Morero. Mucho más impresionante y nítida que en aquel azulejo que hay en Morella en el que se cuenta que el santo valenciano más internacional resucitó de una pieza a un bebé descuartizado y guisado por su propia madre, que estaba a punto de servírselo como plato principal. Bueno, un dedo del nano se perdió por el camino.

Gimeno es una institución de la cultura valenciana en este primer cuarto del siglo veintiuno. Su trabajo de recuperación del folclore popular es de un valor indiscutible y es uno de los mejores contadores de historias que puedan escuchar arriba de un escenario. Su rescate de jotas, fandangos y cants de batre le han valido premios y honores, pero también algo mucho más importante: el respeto y la colaboración de músicos de espectros muy variados. Lo mismo engancha con un cultureta folkie que con un moderno distorsionador. El hombre tiene esa capacidad de insuflar vida a una canción al borde del olvido, que es la muerte de la cultura. Como cuando Miguel Ángel le dio una palmada a su Moisés recién terminado y le gritó «¡Habla!».

Otros santos, sin ser valencianos ni tan milagreros, lograron hacerse con un hueco en el panteón del rock and roll. Un peso pesado del pensamiento cristiano, el escritor, teólogo y filósofo San Agustín se le apareció a Bob Dylan en un sueño. Lo cuenta el Nobel en «I dreamed I saw St. Augustine», una de esas canciones a través de las que Bob escribía su propia hagiografía utilizando a otros personajes como muleta o metáfora, sobre todo después de su conversión a la electricidad y aquel misterioso accidente de moto. Menos vocación de mártires tenían los Grateful Dead, hippies disfrutones, consecuentes y comprometidos que para muchos fueron la mejor banda americana de rock de la historia. En la soberbia «St. Stephen» explican crípticamente los últimos días de San Esteban, lapidado por blasfemo al poco de resucitar Jesucristo. Aunque oigan, para canciones sobre santos me quedo con la desgarrada súplica que David Lowery le ofrece a San Cayetano, patrón del pan y del trabajo, en el primer disco de Cracker. Si enseñaran ese blues en catequesis, yo mismo abrazaría la fe católica.

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