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Tribuna

Juan Diego

A veces la ficción y la realidad se parecen mucho. Hay quien dice, incluso, que son lo mismo. No lo sé. Ya Aristóteles, hace la tira de siglos, nos dejaba unos magníficos apuntes para el debate. Lo importante es cómo se lee lo que escribimos. Dónde nos situamos en la lectura. Desde qué ángulo vemos lo que estamos leyendo: los sitios, los personajes, la trama que va enhebrando las vidas de esos sitios y de los personajes que los habitan. Siempre que veía una película o una obra teatral protagonizada por Juan Diego era como si entre la persona y el intérprete no hubiera ninguna diferencia. Canela en rama en los dos casos. No importaba el personaje que representara. El alma, lo que va por dentro, es lo que importa de ese personaje. Le daba igual que fuera un joven seductor en aquella primeriza película titulada Algo amargo en la boca que el despreciable señorito de Los Santos Inocentes o el mismísimo dictador Franco Bahamonde de Dragon Rapide. Le daba igual porque para él la vida y lo que vamos metiendo cada día en esa vida eran una misma cosa. Se apasionaba por lo que hacía con la envidiable inocencia de un adolescente. A ratos lo parecía: un niño grande. Por eso te desbordaba siempre, porque eso que llamamos humanidad no tenía límites a la hora de vivir lo que Juan estuviera viviendo, dentro o fuera de sus representaciones teatrales o cinematográficas. A veces, muchas veces, con él, te meabas de la risa.

Lo han contado bien las crónicas estos últimos días. Su insobornable compromiso con las causas justas. No todas las perdió, que suele ser lo habitual cuando vas a contracorriente y casi a contratodo. Comunista hasta las cachas, siempre. Cuando con Concha Velasco montó el pollo para conseguir el día de descanso semanal en el teatro, los pusieron a los dos de patitas en la calle. Era en 1972. Pero tres años después la cosa fue diferente. La gran huelga de 1975 por ese descanso, para que se pagaran los ensayos, por la función única… En definitiva: para que la vida de la gente que había empezado a comerse el mundo en sus difíciles «viajes a ninguna parte», cuando los duros años de la dictadura, acabara comiéndoselo de verdad con todos los derechos reconocidos. No lo consiguieron todo, pero bastante más de lo que tenían sí que se fue convirtiendo en una realidad que hasta entonces había resultado imposible. Y si preguntas a la gente de ese oficio quién andaba metido en todos los fregados contestatarios de aquellos años, te darán un nombre: Juan Diego.

Nunca abandonó ese espíritu de rebeldía. Pasar un rato con él te convertía no sólo en un oyente aplicado sino en un camarada dispuesto a empezar la revolución. A veces se entusiasmaba tanto que las palabras se le mezclaban unas con otras y en vez de palabras lo que le salía era como el ratatá de nuestras revoluciones siempre inalcanzadas. Pero los ojos se le llenaban de luz, como al chaval del Lazarillo a pesar de las dificultades, como diciendo no te preocupes, ya llegará la hora de la verdad y el tiempo será más nuestro que de nadie. Y te lo creías porque era imposible no agarrarte a su entusiasmo, aunque supieras que entre los sueños y la realidad hay una distancia casi siempre insalvable. Pero ahí estaba él, como si el cansancio le fuera algo definitivamente ajeno, aunque ya nadie fuera lo de entonces porque el calendario va pesando cada día más en la espalda de demasiadas derrotas. Las únicas capaces de vencerlo eran las aceitunas. Les tenía fobia, o como se llame eso que te hace sufrir sin que puedas hacer nada por evitarlo, igual que a mí me pasa con Vox, los aviones y las ratas. Y que me perdonen los aviones y las ratas por meterlos en el mismo saco que a Abascal y sus huestes legionarias.

Cuando hablo de Juan Diego me sitúo en el ángulo nada oscuro de una admiración que no se acabará nunca. La ficción de sus personajes, incluso aquellos que detestaba porque no es fácil hacer de lo que uno no es, y su propia vida tenían el sello inconfundible de una integridad moral que sale de lo más profundo de lo humano. El actor inmenso y el amigo irán juntos por encima del tiempo y los sueños que tantas veces compartimos. De eso hablábamos siempre. De eso vamos a seguir hablando porque la vida también la vivimos cuando la recordamos. El olvido nunca fue nuestro compañero de viaje. La memoria sí que lo fue y lo va a seguir siendo porque hay cosas que nadie nos va a robar nunca, a pesar de que no van a parar de intentarlo quienes disfrutan queriendo convertir el pasado de la dignidad en un juguete roto. No sabíamos -y seguimos sin saberlo- en qué punto exacto de lo inexistente existe eso que se llama alma. Me gusta pensar que es algo que está ahí para contarnos a nosotros mismos lo que somos. Por eso, como hago tantas veces, me gustaría este domingo, tan felizmente compartido con Juan Diego y con ustedes, dejarles aquí los versos de Anna Ajmátova: «Sabes, yo he leído / que no mueren las almas». Pues eso, Juan. Pues eso.

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