Si algo no se cuenta, es como si no hubiera existido. El silencio ha ocupado en nuestro país el lugar de la palabra. Las dictaduras son el culto a ese silencio y su palabra convierte en un miserable cuento chino la verdad. Aquí tuvimos una de esas dictaduras. Larga y cruel, como pocas en el panorama de las infamias contemporáneas. Esa crueldad todavía dura. La muerte sigue escondida en las cunetas de la vergüenza, en las fosas comunes donde se amontonan huesos, albarcas retorcidas y no sé si algún reloj que se paró cuando el tiro de gracia acabó con la vida de quien lo guardaba, con su cadena de humilde bisutería, en el bolsillo interior de su chaqueta. Aún ahora muchos se burlan de esos crímenes y los aplauden con una desfachatez que pone los pelos de punta. Hasta la muerte del dictador, en 1975, la verdad fue rehén de la mentira y el silencio ocupaba impunemente el lugar que le correspondía a la palabra. Pero hubo huecos por donde se colaron la verdad prohibida y las palabras que la contaban. Uno de esos huecos se abrió el 1º de Mayo de 1967.
No hacía mucho que se habían constituido las Comisiones Obreras en València. Auspiciadas sobre todo por el Partido Comunista, se adentraron en las estructuras del sindicalismo vertical. Me gusta cómo algunos de sus fundadores y viejos sindicalistas las siguen llamando «las Comisiones Obreras», con ese artículo que remite a sus tiempos de primeras luchas en momentos difíciles. Y peligrosos para sus vidas. Aquel Primero de Mayo, con el soporte de otras organizaciones antifranquistas, organizaron una manifestación -la primera convocada públicamente- para celebrar la Fiesta del Trabajo a su manera y no a la de la dictadura, con su folclore gimnástico y sus misas. La policía intervino con brutalidad para impedir que la manifestación se extendiera. Hubo veintiuna personas detenidas, trece de ellas condenadas por el Tribunal de Orden Público (TOP) y cinco en un Consejo de Guerra. Las torturas fueron inacabables en las dependencias policiales. Ahora aquellas personas jóvenes tienen muchos años y muchas de ellas aún pueden contar lo que sucedió aquel día en las calles de València. Y lo están contando.
La semana pasada, seis de aquellos manifestantes presentaron una querella oficial contra sus torturadores. Sus nombres: Paco Ventura, Manolo Sanmartín, Joan Castejón, Salvador Ayala, Juan Montalbán y Robert Sánchez. La organización corrió a cargo de Acció Ciutadana contra la Impunitat del Franquisme al País Valencià, Querella Argentina y las propias CCOO. Me llamaron para presentar el acto en que se hacía pública esa denuncia en la sede del sindicato y eso me llenaba de orgullo. No saben cómo se lo agradezco a quienes organizaban ese homenaje, que contaba con el apoyo de numerosas asociaciones, sindicatos y partidos políticos. Porque también se trataba de eso, de convertir esa mañana de viernes en un reconocimiento a lo que hicieron y que poca gente seguramente recordaba. Ya sé que el tiempo va borrando muchas cosas, como aquellas viejas gomas Milán de nuestra infancia. Pero no todo va a ser silencio y desmemoria. Las querellas presentadas exigen verdad, justicia y reparación. Llevamos más de cuarenta años de democracia y seguimos exigiendo lo que ya debería haberse cumplido si nuestra democracia no estuviera llena de miedo al pasado, que es lo mismo que tenerle miedo al presente.
Ahora que empezamos a hablar bastante de memoria democrática, deberíamos saber que una memoria sin justicia siempre será una memoria a medias. En su libro más reciente (Democràcia, justícia, identitat), se pregunta Vicent Àlvarez sobre qué es eso de hacer justicia. Y él mismo se responde: «la restitución de algún derecho negado o ignorado, y al mismo tiempo castigar a los responsables de hechos que atentan contra el interés público o los derechos humanos». Aquí todo eso está siendo muy difícil. De hecho, esa reivindicación de justicia, verdad y reparación se está haciendo en Argentina porque los tribunales españoles se encierran en la Ley de Amnistía de 1977 y en la prescripción de los presuntos delitos cometidos por torturadores y altos cargos institucionales franquistas, algunos de los cuales, como Martín Villa, viven todavía. Pero los delitos de lesa humanidad nunca prescriben. Aunque eso parece que no cuenta para la justicia española.
Las palabras de quienes nos dejaron aquel 1º de mayo 1967 un ejemplo de dignidad y de nobleza regresaron crecidas la mañana del homenaje. Era una manera de decirnos que la lucha por los derechos de la clase trabajadora no se acaba nunca, que la vida que se vive tan en precario como se viven algunas vidas ahora mismo no es vida sino una aberración democrática, que los sueños de entonces -tan llenos de una joven esperanza- no pueden bajo ninguna excusa convertirse en pesadillas.
Han pasado cincuenta y cinco años desde entonces. Las voces de quienes estuvieron allí y sufrieron lo que no está escrito tras sus detenciones siguen vivas y no han perdido una pizca de entusiasmo. Yo las escuché el otro día, a su lado, y sé que nunca las va a borrar ningún olvido. Es el suyo un legado demasiado hermoso para olvidarlo. Por eso, contra ese olvido, lo escribo aquí este domingo. Por eso lo escribo aquí. Por eso.