Miren, Sonia y Yeli son de Bilbao, Tarragona y Sevilla. Han venido a València para ver los conciertos de Alejandro Sanz de este fin de semana. Han dormido once noches en la calle para poder estar en primera fila. Acamparon en la mediana ajardinada que hay entre el centro comercial y la Ciutat de les Arts. Allí, junto a otra docena de admiradoras del ídolo pop, viven con lo justo. Un par de tiendas de campaña, neveritas de playa, cuatro sombrillas, sillas, tumbonas y algo de ropa. Compran la comida en el hipermercado y se asean a diario en los lavabos de la galería. Alguna compañera de correrías valenciana les presta su casa para darse una ducha ocasional.

No son ningunas quinceañeras. Han cumplido los cuarenta y tienen una vida, con trabajos y familia. Esta semana han estado aquí pero después se irán a Sevilla, Valladolid y A Coruña. En esas tres ciudades ya hay amigas suyas acampadas guardándoles el sitio. Están perfectamente organizadas. Seguirán a Alejandro hasta que el bolsillo y el cuerpo aguanten. Todas lo conocen personalmente, han pasado con él algunos minutos. Se han turnado para asistir a los conciertos porque alguien tiene que cuidar del campamento. Él sabe quiénes son, siempre están delante del escenario. Las llama “fams”, contracción de fan y familia.

Creo que el del viernes no fue un gran concierto. El sonido era estridente, sin finura ni matices. El talento del astro es inapelable, pero anda 'regu' de voz. Que la peña no pare de cantar ni un segundo tampoco ayuda a escucharlo. Él se deja llevar y ofrece el micro sin problemas. El colosal karaoke solo se detiene para gritarle guapo, pedirle canciones y hacerle simpáticas proposiciones subidas de tono. La conexión emocional entre público y cantante es cósmica y cuando suena “Corazón partío” el entusiasmo cobra visos de paroxismo. El repertorio está escogido para el disfrute general, con mucha revisión de clásicos, pero agrupados y fragmentados, una maniobra que acaba desluciendo el espectáculo. Me dio la sensación de que a la gente le daba igual. Fueron a divertirse, a pasar un rato en su compañía, a disfrutar de su presencia y a rendirle pleitesía. A cantar con él, no a escucharlo cantar. Me parece la mar de lícito.

En la parte central del show se registraron momentos de comunión mística. “La fuerza del corazón” y “Cuando nadie me ve” tocó la fibra de la infinita muchedumbre que abarrotaba el recinto, del que Sanz comentó que despedía una energía especial. Era el evento musical de la temporada, largamente esperado tras el parón y los suspensos pandémicos, y nadie se lo quiso perder. Hasta el puente del “jamonero” registraba una inusitada afluencia de personal. La música mejoraba cuando transitaba por los caminos del flamenco pop, con mucho cajón y guitarra española, pero fue un punteo eléctrico el que puso las emociones a flor de piel. El de “Amiga mía”, que fue una sacudida de principio a fin.

Después de hora y media, el escenario se quedó a oscuras. Cuando volvió la luz, la banda estaba agrupada en formato acústico y todo lo íntimo que una gira de estas proporciones puede permitir e interpretaron “Viviendo deprisa”. Inmediatamente después, Sanz logró dos segundos de silencio colectivo cuando se sentó al piano y cantó “¿Lo ves?”, que cosechó una cerrada ovación. Para acabar, un popurrí de “Mi soledad y yo”, “¿Y si fuera ella?” y “Ese último momento”, que fue celebrado con un huracán de confeti mientras el ídolo sujetaba con fuerza una senyera y se abrazaba a su público.