En muy pocas casas había libros. En casi ninguna. Hablo de los pueblos pequeños. Tampoco había bibliotecas. El periódico llegaba al bar y pasaba de mano en mano. Sin demasiado interés. Para lo que había que leer… Y en la escuela, más de lo mismo. Una enciclopedia gorda, de tapas duras, que servía para toda la clase. Cuando acababa el curso estaba como al principio: nueva de trinqui. En la mayoría de las escuelas sólo se enseñaban la tabla de multiplicar, la lista de los reyes godos y los himnos de la Patria. Y las chicas, a bordar pañuelos y a hacer bolillos. Tiempos felices, dicen que eran aquellos. Por decir que no quede. La verdad también se inventa, como escribió Antonio Machado. Nunca en mi vida escuché ese nombre en la escuela.
No sabíamos entonces que la vida de verdad era otra cosa. Más oscura. Menos feliz. Llena de silencios, aunque la música sonara por las calles en las fiestas patronales. Lo más normal era leer tebeos. Nos inflábamos a leer tebeos. Pero los libros eran como platillos volantes, más raros que los platillos volantes que veíamos en el cine. Menos mal que teníamos las novelas del Oeste, del FBI, de Ciencia-Ficción. Esas sí que se leían. Tenían apenas cien páginas, unas portadas maravillosas y estaban llenas de aventuras que nos servían para vivir otras vidas que no nos contaban en la escuela ni en las casas adornadas con los pañuelos negros de la derrota. Las cambiábamos una vez a la semana. Y nos parecían mágicos los nombres de quienes las escribían: Silver Kane, Alf Regaldie, A. Rolcest, Keith Luger, George H. White, William Goodman… También las chicas tenían sus historias románticas, sobre todo las que escribía Corín Tellado. Eran nombres falsos que nos sonaban a actores de las películas americanas. Pero no eran extranjeros. Eran seudónimos que se inventaban porque si se llamaban Francisco González Ledesma, Alfonso Arizmendi, Arsenio Olcina, Miguel Oliveros, Pascual Enguídanos o Eduardo de Guzmán quién se iba a creer las historias que contaban en sus novelas. También era porque muchos de esos autores habían luchado en la guerra defendiendo la República y era muy probable que la censura los prohibiera si usaban sus nombres auténticos.
Con esos libros nos aficionamos a la lectura. Yo crecí con ellos cada semana. Nunca he dejado de leerlos. Por eso es una satisfacción inmensa haber conocido la Asociación Cultural Hispanoamericana Amigos del Bolsilibro (ACHAB). Es de amplio espectro, internacionalista, pero su núcleo duro está en Sevilla. No para de reeditar muchos de aquellos libros y a muchos de aquellos autores. Lo último: un fantástico ensayo de José Carlos Canalda y Joaquín Vidal sobre George H. White y su serie La saga de los Aznar. No se confundan ustedes: la cosa no va del expresidente, sino de platillos volantes, galaxias lejanas, guerras interplanetarias y otras aventuras que convirtieron al escritor en una de las figuras más reconocidas en el mundo de la Ciencia-Ficción. En realidad, George H. White se llamaba Pascual Enguídanos, era de Llíria, donde aquellos años tenía mi familia un horno cerca de su casa. Yo apenas lo recordaba, pero tuve la suerte de conocerlo y a pesar de su edad ya avanzada pasamos horas preciosas hablando de la vida y de la literatura, que muchas veces son más o menos lo mismo.
Es un gozo seguir leyendo aquellas novelas ‘de a duro’, que es lo que costaban en los quioscos. Sus autores escribían a destajo. Por lo menos, una novela a la semana. Y hasta dos o tres. Amaban su oficio. No sé si sabían que con su humilde trabajo estaban ayudando a que mucha gente empezásemos a amar la literatura. Tengo aquí un libro que me llena de contento: El otro Oeste, de una joven editorial llamada Episkaia. Son siete ensayos sobre el género novelesco que tanto leíamos entonces. Yo mismo participo con un texto en el que cuento lo que les estoy contando este domingo: mi amor loco por aquellas novelas. Tengo muchas en casa, las sigo comprando en mercadillos, en librerías de segunda mano, y descubro que quienes las venden, en la mayoría de los casos, sienten un profundo amor y respeto por ellas y por quienes las escribieron. No sé si se han dado cuenta alguna vez de que la mayoría de las grandes películas del Oeste que vemos en el cine están basadas en muchas de aquellas pequeñas novelas: El hombre de las pistolas de oro, El árbol del ahorcado, Centauros del desierto, El hombre que mató a Liberty Valence… En EEUU tienen un merecido reconocimiento, aquí se las consideraba simplemente subliteratura. Y se las sigue considerando de esa forma insultante.
Me da igual lo que piensen y digan esos que tanto dicen saber de literatura. Ya se apañarán. En las casas donde no había libros esas novelitas nos enseñaron que había vida en otra parte, que las grandes praderas y los planetas desconocidos eran para nosotros universos que iluminaban la sordidez de nuestro mundo: el que empezaba en la escuela con dos retratos amenazantes, una cruz y los himnos de la Patria y acababa en la lumbre silenciosa de la chimenea cuando casi todo el tiempo era invierno. Nunca voy a dejar de leer aquellas novelitas. Nunca.